Opinión | A babor

Corrupción y amnistía

Yolanda Díaz, en la reunión del grupo parlamentario de Sumar

Yolanda Díaz, en la reunión del grupo parlamentario de Sumar / EFE

Yolanda Díaz ha anunciado que en los próximos días presentará en el Congreso un amplio catálogo de medidas para evitar más episodios de corrupción. Entre ellas, la más llamativa es modificar las reglas para la concesión de indultos, de tal forma que se prohíba de facto poder aplicar la condonación de penas a cualquier persona condenada por delitos de corrupción. Como suena. Uno no sabe si es descaro o cinismo el de doña Yolanda, pero su propuesta está en flagrante contradicción con la defensa a ultranza de la amnistía a los políticos independentistas catalanes. Díaz apoya con absoluto entusiasmo –su discurso en este sentido es más radical que el del PSOE– el perdón total a los dirigentes del procés en todas las causas penales que les imputan por malversación, el delito que mejor define la corrupción política.

Se trata de algo difícil de tragar y más aún de digerir: Sumar defiende por un lado la suspensión de los delitos de cometidos por el prófugo de Waterloo, su tropa y la de Esquerra, y mientras propone hacer justo lo contrario: prohibir los indultos para quienes cometan esos delitos. Sin duda, doña Yolanda cree que es posible tratar a la gente como idiotas. No se puede defender una cosa y lo contrario al mismo tiempo. En las nuevas formas de hacer política que caracterizan la política nacional, la congruencia de los argumentos, la coherencia de las posiciones, se ha derrumbado ante el mero relato: Sumar defiende la amnistía, incluyendo en ella los delitos de corrupción y malversación, pero prohíbe el indulto de esos delitos, y pretende que el personal trague tamaño sapo. Para decorar lo insostenible, la vice incorpora a su propuesta la restricción de aforamientos (supongo que se referirá a los de los jueces, no a los de los diputados, que la protegen a ella y a sus colegas frente a los propios jueces), según dice, para evitar que los aforamientos sirvan de escudo ante los casos de corrupción. Vuelve a marear la perdiz. El aforamiento no protege del juicio por un delito, establece que sea un tribunal de rango superior quien juzgue al aforado. Lo que protege al aforado e impide su juicio es que sus colegas en el Congreso impidan que prospere un suplicatorio, votando en contra. Lo cierto es que no es en absoluto frecuente que eso ocurra. Pero hace años que se producen impunemente situaciones que nadie pensaba pudieran llegar a producirse en la política española. La jefa de Sumar también solicita –y no es la primera vez– la creación de un organismo independiente del Gobierno que ejerza como autoridad para prevenir la corrupción, siguiendo la recomendación europea en este sentido. Quizá funcione en Europa, pero en la patria de Rinconete y Cortadillo, montar otro organismo independiente del Gobierno para prevenir la corrupción, mientras se coarta la capacidad de los jueces para hacerlo, parece una broma de mal gusto, tanto como defender la amnistía de los corruptos y proponer al mismo tiempo leyes que impidan indultarlos.

En realidad, el verdadero peligro para cualquier democracia no es la corrupción de un puñado de golfos bien colocados en el poder y amparados por él, que es perseguible ante los tribunales. El peligro es la corrupción de las leyes, del sistema de gobierno y la convivencia, que a veces se produce desde el poder para perpetuarse.

La gente se indigna con facilidad, y por muchos motivos. A veces por la indiferencia de la clase política ante los problemas que de verdad afectan a la mayoría –pauperización, injusticia, desempleo, crisis económica o abusos de quienes más tienen–. Otras veces la indignación se produce contra quienes piensan distinto, casi siempre como resultado de la polarización y el radicalismo, alimentados intencionadamente por quienes nos gobiernan. La indignación más agresiva y contagiosa es la que surge con la aparición de mafias y tramas corruptas vinculadas al poder. Esa indignación crece imparable cuando empiezan a escucharse las palabras fetiche: mordidas multimillonarias, coches y chalés de lujo, mariscadas, cocaína, putas… Cuando la gente percibe lo que se cuece en algunas trastiendas, lo de menos es la realidad de los hechos: da igual que el tito Berni fuera un principiante comparado con Koldo, a ambos se les desea por igual juicio y paredón. Los rumores se mezclan con los hechos y la conspiranoia se dispara: surgen los rumores sobre rescates millonarios, amistades indeseables de cónyugues y parientes, negocios en paraísos marroquís y fortunas ocultas en maletas que van y vienen de Venezuela o México. La gente se endemonia con esas cosas.

Pero el daño que produce a la nación toda esa corrupción real o supuesta es menos grave de lo que daña la corrupción de las leyes, la venta de inmunidad a cambio de votos, la persecución de los jueces o las mentiras institucionalizadas del poder y sus corifeos. Esa corrupción es la que realmente hay que temer, porque pudre el alma y la inteligencia de las sociedades. La otra se resuelve juzgando y encarcelando a los que se engolfan.

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