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Cuatro manos de mujeres con una cinta moradaEl Día

Solo nos odian cuando nos volvemos personas

Recapitulación del último mes. Se difunden imágenes de falsos desnudos, hechos con inteligencia artificial, de varias menores de edad. El Ministerio de Igualdad cifra en 48 las mujeres asesinadas por violencia de género en lo que va de año. Una menos que en todo 2022. Canteranos del Real Madrid difunden un vídeo de contenido sexual en el que aparecen dos chicas, una menor de edad, grabado y enviado sin su consentimiento.

Caen trapos sucios de la Federación Española de Fútbol como fichas de dominó. La más visible, la agresión por parte de Luis Rubiales. Se ensombrece el logro histórico y la perseverancia de las campeonas del mundo mientras la sociedad se divide entre quienes tienen algo de sentido común y saben que el consentimiento va en el centro y quienes, por el contrario, recuerdan con añoranza los tiempos en que tocarle el culo a una reportera en directo, con paternalismo y actitud altiva de adorno, no hubiese tenido consecuencias.

Leamos también qué pasa en otros países

Escribe José Naranjo en El País que líderes políticos y religiosos gambianos emprenden una activa campaña para despenalizar la mutilación genital femenina, prohibida en Gambia desde 2015, aunque se sigue practicando en la clandestinidad. Más allá del prejuicio racial y religioso, la ablación también se realiza, por distintos motivos que enmascaran una profunda misoginia, en Europa, América y Asia.

La violencia sexual se perpetúa en todo el mundo. La tenista francesa Angélique Cauchy revela su caso, uno entre miles, de abusos sexuales a menores en el deporte. El nombre de su agresor y exentrenador, Andrew Gueddes, resuena bastante menos que el de ella. Hace ya dos años, recordemos, salió a la luz el caso de Larry Nassar, el médico infantil del equipo nacional de gimnasia de Estados Unidos, cuyas violaciones reiteradas fueron encubiertas durante años, según declararon las supervivientes. Y también se cumple un año de la muerte de Mahsa Amini, Nika Shakarami, Hadis Najafi y muchísimas otras mujeres iranís que pusieron el cuerpo en una lucha que sigue viva, aunque ya nadie se corte el pelo por ellas.

Por cierto, las mujeres afganas aún existen. Cuando pasó la moda de compartir fotografías de universitarias en minifalda por Kabul en los años 70, el gobierno talibán siguió recortando los derechos que prometió conservar, aunque en 2021 ya sabíamos que esas promesas estaban vacías. Este mes, la ONU ha anunciado un aumento en el número de suicidios entre las jóvenes en Afganistán. No debería extrañar a nadie.

Podría llenar el periódico entero con datos como estos. Podría llenar los periódicos de un mes. De un año. Y aun así, me quedaría corta. La historia está llena de ejemplos de violencia machista estructural que se manifiesta de infinitas maneras. El presente, también. Por eso, esta columna podría escribirse cada día. Porque la violencia se repite una y otra vez, constantemente, a diario. Y lo que puede parecer pequeño, como un chiste o una broma, es un engranaje del sistema que sostiene todo lo demás. Pero siempre habrá señores con la audacia de apuntarse como las víctimas porque cada vez se encubren menos sus agresiones.

Si todo esto no revela que existe un odio real hacia las mujeres, nada puede hacerlo. Quien no se haya dado cuenta es porque no le ha dado la gana. Dirán algunos que no, que no nos odian. «A mí me encantan las mujeres», se jactan. Sí, bueno. Les encantamos como les encanta un videojuego, una hamburguesa, una peli porno. El odio solo aparece cuando nos personificamos y dejamos de ser un objeto de deseo.

«Yo adoro y respeto a las mujeres. Tengo madre, tengo hermana, tengo hija», dicen otros. Pero condicionar el respeto a todas por el amor a tres en particular es otra forma de instrumentalización. Un escudo para proteger la fragilidad al ser señalados por mostrar actitudes machistas. Si necesitas madre, hermana o hija para respetar a las demás, eso no se llama respeto. Se llama paternalismo. No nos ves como iguales. No nos ves como personas. Y así, homogeneizándonos a todas y convirtiendo a las tres que te rodean en las máximas representantes del resto, contribuyes a que la opresión siga igual.

Si las quieres de verdad, y no solo aprecias su empatía y sacrificio por el bienestar familiar, entonces pregúntales. Pregúntales por el acoso que han vivido, el ninguneo en el trabajo, los tocamientos en el transporte, las burlas en el colegio, el miedo en la calle. Revisa lo que sucede en casa. Si responden que nunca han experimentado discriminación por ser mujeres o niñas, probablemente la han normalizado hasta el punto de creer que no hay nada escandaloso en la opresión que viven. Es el pan de cada día. Todas tenemos nuestra historia.

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