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Archivo - Un agricultor muestra los efectos de la sequía en el cereal.EUROPA PRESS - Archivo

Canarias: un verano sin campesinos

Entre los años cuarenta y sesenta del siglo pasado, Canarias contaba con unos 300.000 agricultores y unas 145.000 hectáreas labradas, aproximadamente, además de un pastoreo intensivo que iba del mar a la cumbre. Las cifras hablan de una cabra por habitante y una vaca por cada cinco o seis personas, a lo que habría que añadir caballos, asnos y cochinos. Esa inmensa cabaña ganadera, sobre todo si intentamos hacer comparaciones con la situación actual, da idea de los millones de kilos de pasto y de otros alimentos para la población que eran retirados a diario de nuestros campos y nuestros entornos rurales. Lo mismo podemos hablar de las importantísimas superficies dedicadas a los cereales, fundamentalmente al trigo, al millo, la cebada, el centeno, sin olvidar leguminosas tales como habas y chochos.

Todo este movimiento en torno a lo rural significaba, entre otras cosas, que los campos estaban limpios de pastos –lo que en la actualidad constituye el combustible que propaga los incendios– en lo que podríamos considerar un pacto no escrito que cumplíamos todos, o casi todos, en lo referente a limpieza de entornos de caminos, pajeros y viviendas. Esto provocaba que los incendios apenas disponían de elementos combustibles para extenderse fácilmente en el interior de las islas. Es decir, nuestros montes estaban barridos por demanda de abono, cama para el ganado o combustible –tipo leña y carbón– en la etapa anterior al gas butano.

Ahora, en abril de 2023, nos dicen que estamos ante uno de los meses de marzo más secos de los últimos 60 años y apenas tenemos 35.000 hectáreas cultivadas. La ganadería que sobrevive en estas islas la alimentamos con forrajes importados como la alfalfa de Lérida y la soja y maíz de Argentina, Brasil y Ucrania. Estos días incluso nos llegaba el dato de que España se posiciona como uno de los principales importadores de cereal ucraniano, situación que cada día se presenta más compleja dada el estado geopolítico y bélico de la región.

A todas estas, nos encontramos en una situación de escasa dedicación al sector primario en Canarias, al punto que de esos 300.000 agricultores de hace 60 u 80 años se han quedado reducidos a unos 20.000 entre autónomos y asalariados, así como algunos pensionistas que no están en la lista. Y si acaso, quedan media docena de pastores que, en el caso de Tenerife, se encuentran mayormente recluidos en algunos barrancos, como es el caso de La Orotava.

Es más, ahora tenemos urbanitas que asisten a cursos de jardinería y optan por las protectoras de animales hasta el punto de prohibir a nuestros ganaderos que le pongan un arigón a un toro de 400 kilos mientras algunos de ellos llevan piercings. Es decir, no sólo nos castiga el cambio climático y la crisis económica del mundo rural, sino una cultura urbana y consumista cargada de prejuicios hacia lo rural y todo lo que tiene que ver con la cultura del campo.

Quizás sea bueno y responsable que leamos lo que ha ocurrido en los últimos años en las islas. Los principales y más peligrosos incendios han nacido y han crecido en torno a zonas urbanas y entornos de tierras antaño cultivadas y hoy balutas. Hablamos de los incendios de Gran Canaria, La Gomera (Benchijigua y el Cercado), La Palma (Garafía del Llano Negro a Las Tricias, Fuencaliente) o Tenerife (Santa Úrsula), por no hablar de los ya, tristemente familiares, de Los Campeches (Los Realejos). Es decir, hemos tenido cientos de incendios en los últimos años y algunos de gran peligrosidad, como el último acaecido en El Paso en 2020, que atravesó el pueblo literalmente.

La naturaleza nos ha dado numerosas lecciones de las que parece no aprendemos nada y hasta en el Parlamento de Canarias hubo una propuesta para la instalación en Canarias de un parque de hidroaviones. Es decir, seguimos mirando para las máquinas supuestamente milagrosas en lugar de hacer lo que reclamaban acertadamente los campesinos hace años: que el fuego se apaga en invierno y que el 40 de mayo debemos tener limpios, al menos, todos los entornos de las zonas pobladas.

De cara al verano, es bueno que recordemos que este invierno ha tenido numerosas irregularidades en cuanto a pluviometría y que en dicho marco hubo unas lluvias importantes a finales de septiembre y que, posteriormente, enero y febrero han sido también bastante húmedos. Por lo tanto, se ha desarrollado una importante masa de vegetación en las laderas norte y sur de las islas. Si a ello añadimos la casi desaparición de las tierras labradas y toda la actividad agraria y pastoril, estamos en la portada de un verano que se presenta como especialmente peligroso, máxime cuando vemos los limitados recursos de los que se disponen las Administraciones Públicas para gestionar los montes y campos abandonados.

Pero lo que casi resulta peor es la actitud poco comprometida –y quizás peor preparada– para reconocer los peligros que tenemos habitualmente en verano en Canarias, sobre todo con las condiciones actuales.

Sin sueños románticos de la naturaleza, nos preocupa ver a nuestros pueblos rodeados de combustible. Hablamos de zonas urbanas de los centros de las islas, como ocurre en La Laguna, Tegueste, Arucas o Barlovento llenas de zarzas, matorrales, cañas, arbustos y pastos que ya no se aprovechan.

Creo que estamos en la obligación de hacer una lectura de verdad de nuestros entornos y, sobre todo, entrar los centros de decisión política por encima de las miserias partidistas para hacer una labor urgente con el objetivo de que el verano no nos sorprenda de una manera que pudiéramos lamentar. El fuego no entiende de elecciones, votos ni urnas, pero sí de campos labrados, tierras cosechadas y entornos limpios de maleza.

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