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Donald Trump.

Silencio, coño

Los populistas sienten aversión a los medios de comunicación. Prefieren las redes sociales, donde no tienen que someterse a preguntas incómodas y donde se mueven cómodamente entre un ejército de perfiles falsos y seguidores incondicionales, encargados de embarrar el terreno si alguien se pone impertinente. No es lo mismo que colocarse delante de una manada de coyotes y que alguien te deje con el culo al aire sin posibilidad de tener cocinada una buena respuesta.

Las redes deciden elecciones. Se han convertido en un gigantesco mercado de influencia y de ruido que llega a los usuarios a golpe de espectáculo. Donald Trump protagonizó una modélica campaña de insulto a los medios, que consideraba sus enemigos. Y éstos le distinguieron con la mayor cobertura crítica –y gratuita– que jamás tuvo un candidato republicano. Algo similar había pasado en España con Pablo Iglesias y Podemos. El inteligente y provocador líder, que colocó su coleta en la papeleta a las elecciones europeas, sabía que entrando a rajar contra los medios de comunicación obtendría una gran atención gratuita. Luego, ya en el poder, el discurso de la casta, como los yogures, caducó. E Iglesias y los suyos se convirtieron en parte del paisaje. Pero vuelve la marejada. Con la convocatoria de elecciones, desde los ultras españoles de la izquierda y la derecha han comenzado, cada uno a su manera, una oleada de críticas contra los periodistas y sus empresas. Hay que tensar la cuerda. Los políticos tienen elecciones cada cuatro años, pero los medios de comunicación las tienen cada día. La gente no está obligada a comprar un periódico, a ver una televisión o a escuchar una radio. Lo hace porque quiere. Y elige la que quiere. Sobre todo si vive en un país libre y no en una dictadura revolucionaria que cierra periódicos y elimina a las radios y televisiones que no le son afines.

Los periodistas y los medios tienen ideas que influyen en su trabajo. Claro que sí. Y no solo cuentan la verdad sino que a veces la interpretan. Pero no obligan a nadie a que les lean o les escuchen. La soberanía de los ciudadanos reside en la posibilidad de discriminar entre tendencias distintas. Lo que encubre el ataque a los medios y a los periodistas es la inconfesable querencia de esos pequeños dictadores que serían enormemente felices en un país donde todos los medios de comunicación fueran oficiales o estuvieran intervenidos por el Estado. Así en vez de informar y opinar contarían la verdad revelada. Ya no les basta con intentar imponer el pensamiento único. Ni con azuzar a los lobos de las redes contra los críticos. El siguiente paso es la mordaza. Silencio, coño.

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