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Luis F. Febles

El funcionario de la Lubianka

Los torturábamos hasta la extenuación. El protocolo marcaba un primer interrogatorio donde la acusación era siempre la misma: conspiración contra el Estado. Los llevábamos a la planta quinta para proceder a un terrible interrogatorio que realizábamos en una silla de madera y la ventana abierta. Cuerdas, agua helada y un martillo para pulir los dedos de las manos de los más reprimidos. Repetíamos el cuestionario hasta obtener el testimonio que queríamos. Todos reconocían como ciertos los cargos de la acusación; preferían la mentira salvadora a al suplicio de la verdad. Se llamaba Pete Gribnov y se afincó en Adeje tras abandonar su Moscú natal en el momento en el que Gorbachov fue nombrado secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética y máximo dirigente de la URSS. Gribnov formaba parte del comisariado de la Lubianka, el cuerpo de funcionarios encargado de purgar a los disidentes del estalinismo en aquel terrorífico edificio de ladrillos amarillos que acogía el cuartel general y la prisión de la policía política del dictador de Georgia. La Lubianka estaba reservada a personas que resultaban de especial interés para la oficina central del NKVD. Escribí parte de su historia tras un encargo periodístico que consistía en encontrar a antiguos miembros del Partido Comunista Ruso que llegaron a España para disfrutar de la vida capitalista. Lo que parecía una empresa harto complicada se convirtió en un apasionante círculo de entrevistas que por los avatares del destino jamás salieron a la luz. Conocí a Gribnov jugando al ajedrez y bebiendo kvas, conocida como la Coca-Cola comunista, aunque sabía a cerveza negra. Gribnov no era un hombre arrepentido. Tampoco había dejado atrás su historial delictivo. Era una víctima de un sistema que solo te daba la posibilidad de unirte a él. Contaba que con la llegada de Stalin al poder, se les empezó a exigir a los escritores, cineastas, pintores y músicos producir contenido al servicio del Estado. Los que se negaban eran fusilados o condenados a trabajos forzados en el campo del Kolymá. Su función era la de clasificar las obras de escritores perseguidos que estaban encarcelados en la Lubianka. «Éramos hombres duros sin escrúpulos, lo reconozco, y nos limitábamos a leer las preguntas sin escuchar respuestas. Nunca estudié ni tuve formación literaria, simplemente nos encargábamos de perseguir a los subversivos que atentaban contra la concordia y estabilidad de la revolución», sostenía sin el más mínimo atisbo de arrepentimiento. Era un hombre correcto y extremadamente observador, que logró salir adelante en el sur de Tenerife levantando una empresa de limpieza de chimeneas que le brindó una jubilación hedonista exenta del frío siberiano. Poco antes de su muerte, me regaló un libro que sin duda incrementaría mi interés por la controvertida Rusia socialista: El archivero de la Lubianka, el best Seller de Travis Holland que desempolvó una época llena de sombras. En una de nuestras últimas conversaciones, ya con bastón y el innegable peso de 80 años de una vida indescriptible, Gribnov me pidió que si algún día sacaba a la luz su historia lo hiciera de una manera justa, sin alterar ni edulcorar la realidad de unos hechos que tienen que ser contextualizados para no perder veracidad. Gribnov se olvidó de los miles de presos que pasaron por la Lubianka y que jamás volvieron a escribir. Intentaron eliminar la libertad y el arte, pero no lo consiguieron. A Gribnov no lo recuerda nadie. Fue también la víctima de un sistema feroz.

@luisfeblesc

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