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El carmín en la mejilla

Un señor con mascarilla pasea por las calles de Tenerife E. D.

Nos olvidamos. Ya no recordamos ni su nombre científico. No sabemos con exactitud si fue un armadillo, un murciélago o un mono el artífice de aquella tragedia que parece borrada de nuestro imaginario colectivo. Las manos ya no huelen a gel, y nuestra mejilla vuelve a recuperar el carmín de aquellos besos que tanto extrañamos. Nos abrazamos con la pasión y el vigor de Juana la Loca a Felipe El Hermoso, con el temor de que también nos quiten el placer de agarrarnos para no soltarnos jamás. Volvimos a lucir nuestras sonrisas, las de verdad y las falsas, porque ya las mascarillas son un complemento de la época más oscura. Nadie aplaude porque se nos borraron las huellas de la dureza vivida, porque tenemos esa capacidad hedonista de olvidar lo malo para disfrutar lo bueno. Volvemos a bailar en la pista larga de la vida, en aquella pasarela que dejó atrás más de 115.000 muertos y tantos recuerdos perdidos. En nuestra realidad más cercana están los afectados por el Covid persistente, los miles de hombres y mujeres que siguen padeciendo las secuelas de una pandemia que algunos se niegan a arrinconar para siempre. Sin embargo, nos pasamos con la nueva normalidad. Quizá somos tan epicureístas que necesitamos relegar los años de pandemia para revivir la ultranormalidad. Íbamos a ser mejores y seguimos maltratando, provocando guerras, contaminando el medioambiente y dinamitando los servicios públicos básicos. No, el Covid nunca cambió nuestra forma de ser y actuar, solo disfrazó nuestro proceder por supervivencia; así somos en occidente los que damos lecciones de moralidad y civismo. Incluso los negacionistas apagaron sus micrófonos, resignados, cansados de un momento histórico que nos volvió histéricos a todos. Gastamos lo que no tenemos mientras seguimos bailando con la esperanza de que la música no deje de sonar. María, Juan, Rodrigo, Pedro, Yaiza... todos se pasaron con la nueva normalidad. Trabajadores precarios, familias monoparentales y jóvenes sin futuro por culpa de un monstruo de dimensiones descomunales conocido como SARS-CoV-2. En las guaguas, en los bares y en las plazas se palpa la reminiscencia de algo que no existió. Nuestro termómetro emocional no validó correctamente lo que fue y tampoco lo que podría volver. Los casos siguen presentes y los hospitales mantienen sus unidades para pacientes Covid. El virus no se ha ido. Han venido otros colegas para decirnos que la cosa no ha terminado. Sigue ahí pidiéndonos que no bajemos la guardia. Pero estamos empeñados en jubilarlo definitivamente. Una vez más, los datos nos piden que no releguemos el Covid a un mal sueño: más de 13 millones de españoles se han contagiados y el 10 por ciento sufren condición poscoronavirus, con síntomas que van desde la cefalea a problemas digestivos, respiratorios o cardiovasculares.

Se trata de datos del Ministerio de Sanidad que fueron ofrecidos la pasada semana por los organizadores del Congreso Nacional del Laboratorio Clínico celebrado en Málaga. La gripe de 1918 acabó con la vida de millones de personas. Poco tiempo después desapareció de la memoria colectiva. La historia nos vuelve a dar una lección que no debemos olvidar.

@luisfeblesc

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