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Alejandro de Bernardo

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Alejandro de Bernardo

La historia de las ausencias

Representación de la obra Don Juan Tenorio

Sabía que el tiempo no era el culpable. Ni el tiempo ni la lluvia amarilla, ni las horas que se alzaron en el medio del alma… parpadeando. Llegó de un salto en el que no se abrió el paracaídas. Antes, el otoño llegaba el Día de Todos los Santos. Esta vez lo hizo por la tremenda. Sin mensajeros ni trompetas. Sin cabalgata. Sin el déjame entrar de los que se manejan en la dulzura. Llegó de sopetón. Como el tímido que salta tras el uno, dos y tres. Como el cocodrilo que sale de las aguas turbias y atrapa a la presa distraída.

Cuando los árboles llovían de amarillo, temblaba: un poquito de amor, tal vez, otro tanto de miedo. Cuando los santos escriben cartas de amor. Es un momento de nostalgia, de echarse de menos. Me acordé de mi padre. Lo recordaba todas las noches. Todos los días. El otoño recita poemas de despedida. Casi treinta y cinco años extrañándote. Sin poder besarte en la frente, como antes: mil veces, pagando por los besos que te debía. Por los tequieros que se quedaron enganchados en la garganta. Los Santos, esa noche de noviembre, cuánto te extraño.

Ahora se me ha ido el miedo. Como se fue el Tenorio. Y doña Inés. «Cuán gritan esos malditos» se escuchaba por las plazas de una España no tan lejana en el tiempo, pero sí en el corazón. Se llenaban los teatros de capas largas y espadas de honor. Las calles se iluminaban de máscaras venecianas. En los muros de los conventos aparecían escaleras y los valientes y pendencieros se batían en duelo a medianoche. La noche en la que Don Juan Tenorio volvía de su tumba y se colaba en nuestras casas.

Era una televisión minúscula. En blanco y negro. Todos recitamos alguna vez aquel… «No es verdad ángel de amor…». Lamento que los tiempos sean tan oscuros con el teatro. Tal vez nuestros hijos se vestirán de calabaza y nunca cruzarán aquella «apartada orilla» donde “más pura la luna brilla y se respira mejor”.

Don Juan representa lo mejor de nuestra tradición: todos aquellos fantasmas que habitan la historia común, la vileza épica de un pasado perforado por el humor más inteligente. La gallardía española delante de un espejo. Tenorio es un pavo real con las alas atrofiadas. El anhelo de una España asfixiada por su ego, y sobre todo, algo pegado en nuestra piel: el culto supremo al más allá. Leer el Tenorio es recordar a nuestros muertos. Es honrar el mito más universal que tenemos en una lengua que no tiene fronteras.

Probablemente, estos días siga habiendo teatros que recuerden algo tan nuestro como Don Juan. Habrá cementerios que se engalanen. Lo que no estoy tan seguro es de encontrar a abuelos que enseñen a sus nietos los versos de la Hostería del Laurel. Se vestirán de calabaza en los colegios y los institutos, porque muchos de sus profesores ya ni han leído la obra. Don Juan volverá al mundo de los muertos. Los vivos seguiremos esperando el otoño impregnados de nostalgia.

Quizá porque el otoño araña con tiros de goma. Traicionero. Aquí no sabíamos de él hasta estos días. Cayó, finalmente. Y caerá aún más. En menos de una semana volveremos al horario de invierno. Volverán las noches largas y tediosas. En otoño vuelve la tristeza, dice la mujer apoyada en la ventana, mirando con sus ojos claros. En cada nube hay una despedida: la historia de las ausencias. Los niños no juegan ya en la calle. Ahora nacen con una pantalla en el alma. La mujer de la ventana todavía sigue ahí. Como la tristeza. Dije que vuelve con el otoño. Puede ser que esté equivocado. En tan solo un invierno volverá la primavera.

Feliz domingo.

PD. A mi padre.

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