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Juan Cruz Ruiz

notas de un espectador

Juan Cruz Ruiz

El chico amarrado al teléfono de baquelita

Para Diego Talavera Alemán, periodista

Sesenta atrás aquel muchacho del que tengo memoria estaba amarrado al teléfono de baquelita, aquel instrumento de salvación que lo defendió del asma y de las distintas plagas de la adolescencia. Paquillo, el hermano, aprendió mecánica y llegó a ser el mejor mecánico de la zona, tuvo la ocurrencia de acercarle el aparato a la mesilla que había junto a la cama, de modo que le resultaría fácil, aun desde allí, seguir llamando o recibiendo llamadas de los amigos dispersos que no tenían por qué saber que el chico estaba en la cama y era asmático. Un día de aquellos, cuando todavía el teléfono negro estaba clavado en la pared de la entrada de la casa, el equipo del pueblo cambió de entrenador y a él le pidieron, desde Aire Libre, el periódico que desde hacía una semana recibía sus artículos, que lo entrevistara.

Era una época de atrevimientos. Él estaba por cumplir los trece años, pero nadie sabía, al teléfono, que esa persona que decía ser periodista era un muchacho que aún no se afeitaba delante de un espejo. Su estatura, que nunca fue sobresaliente, era entonces la de un muchacho de esa edad, así que se subió como pudo hasta la altura desde la que ya era posible hacer una llamada y marcó el número de Vicente Gimeno, un militar que entrenaba equipos de fútbol.

Con el auricular pendiente de la oreja y la mano diestra tomando notas terminó haciéndole creer a aquel soldado amable que él era un muchacho haciéndole preguntas de adulto. Semanas antes era un chiquillo que había descubierto que ser periodista era el mejor oficio del mundo, pues lo había descubierto escuchando la radio, removiendo papeles desechados en las aceras del pueblo, y sobre todo lo había comprendido escribiendo redacciones sobre cualquier cosa, siempre relacionadas con la actualidad del barrio y de los caminos.

Después de aquella entrevista al entrenador de fútbol ese enamoramiento fulgurante lo llevó a escribir de cualquier cosa, el director del periódico le aceptaba lo que fuera y terminó queriendo conocer al chiquillo. Éste le fue a ver a un edificio que parecía una colmena, en cuyo extremo más alto estaba aquel hombre enjuto, altísimo, que de pronto empezó a regalarle lo que él llamaba clichés de fotografías que en realidad eran algo así como páginas de zinc. ¿Qué hacer con estos materiales, don Julio?, le preguntó al hombre alto que, por cierto, había sido portero de fútbol, caminaba como si tuviera siempre una urgencia y en ese momento descendía su mano hasta el hombro del chiquillo para decirle:

–Con esto un periodista podría hacer maravillas.

De ahí nació la primera aventura periodística alejada del Aire Libre. En la villa vecina había una imprenta que llevaba un hombre petudo y generoso que le explicó por primera vez la utilidad de aquellos clichés más allá de la explicación y el reto que había desbrozado don Julio. ¿Y con este material se podría hacer una revista? Se podría, respondió el hombre aquel que parecía de otro mundo y de otro tiempo, con los ojos saltones y alegres, dispuesto a ayudar a quien le pidiera alegría.

La alegría de imprimir. Aquella revista se llamó Ahora. Pasarían muchos años hasta que aquel muchacho primerizo ya se hizo un hombre metido en todo el universo que había elegido en la adolescencia y descubrió que, en la República, un periódico de ese nombre había sido puesto en marcha y dirigido por uno de los damnificados de la guerra civil, Manuel Chaves Nogales. Con aquel proyecto en la mano fue a ver a compañeros y amigos, uno de los cuales, un viejo periodista que fue zarandeado por la guerra, don Luis Castañeda, se le ofreció para escribirle colaboraciones sobre el tiempo que entonces se estaba viviendo.

Aquellos clichés de don Julio sirvieron para compaginar textos y fotos, algunas veces sin relación alguna entre unos materiales y otros, pero siempre con la intención de que aquel conglomerado de audacias u ocurrencias se pareciera a los periódicos que el chico iba viendo en los escaparates de los quioscos. Aquella alocada vocación lo llevó un día a suscribirse al diario Pueblo, que quizá era el más audaz de la época, cuyos periodistas, entre ellos Jesús Hermida, despuntaban como los héroes de un oficio que entonces nadie daba por muerto, al contrario.

El periodismo era en ese momento un barco que incluía metáforas que eran desafíos a la dictadura, cuya potencia estaba intacta, y se basaba en el miedo que sufría una población desarmada de ilusión y de historia, pendiente sobre todo de no decir una cosa más alta que la otra. La censura no sólo afectaba a los que escribían en los periódicos o hablaban por la radio: la censura era la que mandaba sobre las conversaciones de los bares, tan tristes, tan ruidosos, y sobre el silencio de las casas, pendientes del parte sólo por saber si algún día se teñía de luto aquella invocación diaria, y descarada, al caudillo que se escribía con mayúsculas.

El tiempo pasaba muy rápido para los adolescentes. El muchacho descubrió la música, por ejemplo, e incluyó en Ahora las canciones de la época, como si así se comunicara con el mundo, a través de melodías que quizá lo identificaban con lo que poco a poco se fue abriendo paso como el latido de los amores. El fútbol, que había sido su primer alimento, se fue mezclando con otras pasiones, entre ellas las que corresponden a la literatura, así que su escritura fue mojándose en distintos tinteros.

El tiempo fue llevándole la mano, y un día ya sintió que era periodista, y lo era con todas las consecuencias. Desde que lo supo decidió que debía ejercerlo con todas las consecuencias, con audacia y con compromiso; nunca sintió que era otra cosa que un periodista, y ahora que recuerda los distintos episodios de su vida, cuando estuvo triste o cuando estuvo eufórico, sabe que nada le ayudó mejor a sentir que estaba vivo que cuando, al amanecer o por las tardes, al anochecer o en el insomnio, tenía que escribir, como hoy mismo, un texto pendiente, un encargo, una noticia o un reportaje.

Ahora hace sesenta años, por septiembre, y digo que jamás me arrepiento de haber sido aquel muchacho al que su hermano lo familiarizó tanto con el teléfono de baquelita. Gracias, Paquillo.

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