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Crónicas de la Revo-ilusión

Evitar el colapso

Imaginemos que la corona recae sobre una persona seca, fría, demasiado formal, que no destaca por su amabilidad ni empatía. No mire hacia La Zarzuela, porque son los rasgos que The Guardian asigna a Isabel II antes de resolver que pese a tan acusadas carencias, «ganó y retuvo el apoyo y cariño de la abrumadora mayoría de la opinión pública británica». La conclusión apresurada decidiría que cualquiera puede conquistar a su pueblo desde el trono. Para corregirla, cabe apuntar de inmediato que la Reina inglesa fallecida no es contagiosa, nunca se equivocaron tanto quienes interpretan el fervor tras su desaparición como una muestra de que siendo reyes ya quedan a su altura.

Carlos III se corona con prisas a la edad de Juan Carlos I cuando renunció al trono de España, no es el momento para decidir si hubo abdicación o derrocamiento. Ocho años después del cambio, solo los cortesanos que ya propiciaron la desgracia del padre aseguran con desenvoltura que el hijo Felipe VI se ha consolidado, con una estatura comparable a la soberana de Inglaterra. En contra de lo que se predica, la muerte de Isabel II demuestra lo difícil que es reinar. La primera condición es el escrutinio implacable al que fue sometida por los tabloides, la prensa laborista y las cabeceras de Rupert Murdoch. Solo ese crisol cimentó su figura vigente como reina del pueblo, en la corte madrileña se sigue optando por una sumisión suicida.

Isabel II murió con la corona puesta, y puede cumplirse la paradoja de que haya sido una reina tan impresionante que ha absorbido el jugo de la institución, hasta el punto de rematar su agonía planetaria. Si se trata de la reina por excelencia, cualquier heredero resultará decepcionante. De ahí la pretensión de una pirueta biológica que conlleve a un tiempo la extinción de Isabel II y la resurrección de Carlos III. Si el milagro es difícil en Londres con un precedente de mérito, imaginen los problemas de afianzar la dinastía de Juan Carlos I. El mundo en vilo baraja si se ha producido la muerte de la monarca o de la monarquía.

Muchos piensan, incluido yo, que no podemos cambiar nuestro modo de vida porque hay algo llamado sistema económico que nos empuja en una sola dirección: el crecimiento constante. Sin embargo, las señales que emite el ocaso de una era son palpables. La pandemia y la guerra en Ucrania no son detonantes sino más bien catalizadores de la crisis estructural en un orden que muestra signos de agotamiento. Vivimos la decadencia del mundo moderno que, entre otros logros, ha conseguido alterar los ciclos naturales. La sobreexplotación de los recursos y el hiperconsumismo reducen nuestra calidad de vida a la categoría de ruina aplazada. Donde algunos ven riqueza material, se observa pobreza intelectual, pues en una educación distinta para otra forma de progreso estriba la capacidad para instrumentalizar un cambio real. Los agentes políticos, sociales y económicos bien harían en repensar sus discursos y propiciar el debate sobre un nuevo modelo de pensamiento, que prime la supervivencia de los ecosistemas locales, y que fomente usos y costumbres que transformen la movilidad, la excesiva presión urbanística sobre el territorio y un planteamiento radicalmente opuesto a nuestra actual idea acerca de cuál es el verdadero motor de la felicidad. La devastadora producción de bienes de consumo cuya obsolescencia esta programada provocará nuestra propia obsolescencia y abocará a la mayoría de la población hacia la absoluta irrelevancia con la concentración del capital y la tecnología avanzada en manos de una raza superior. El desarrollo de una civilización se debería basar en que talento y conocimiento actúen como propagadores de justicia social y de una igualdad de oportunidades creíble. Las carreras de velocidad que premian al más rápido, al más fuerte y al más aventajado dan cuenta de la miseria moral que instala la ansiedad y la consecuente frustración como guías emocionales en la senda de los mediocres. Evitar el colapso no tiene precio.

dorta@brandwithme.com

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