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¿El fin de la abundancia?

Los rifirrafes de la pequeña política, así en Madrid como en Barcelona, son el ruido ambiental que nos distrae de los auténticos problemas de fondo. Más allá de la agenda doméstica de cada una de las principales democracias de la Unión Europea, todas ellas han iniciado la rentrée política con el denominador común de la «gran convulsión», en expresión de Emmanuel Macron, que se avecina. El presidente francés, en la introducción del primer Consejo de Ministros tras el paréntesis veraniego, el 24 de agosto, enmendó el discurso optimista que había lanzado en plena pandemia del coronavirus –«recuperaremos los días felices»– y decretó «el fin de la abundancia, de las evidencias y de la despreocupación».

El diagnóstico de Emmanuel Macron, con el telón de fondo de la agresión rusa contra Ucrania, es aplicable al conjunto de los grandes países de la UE, entre ellos España: la combinación de factores –la crisis energética, los efectos del cambio climático, la escalada de la inflación y los vientos de recesión– presagian el final de una triple ilusión: la creencia de que los recursos naturales eran inagotables, de que la democracia era irreversible y de que la guerra en Europa era una sombra del pasado. Su discurso se encaminaba a pedir esfuerzos y sacrificios a sus conciudadanos para poder afrontar el tsunami económico y social que está desatando esta combinación de factores adversos.

En efecto, en palabras del propio Macron, estamos ante tres finales: el «fin de la abundancia» –de tecnologías, materias primas, liquidez monetaria sin coste, agua…–, el «fin de las evidencias» –la idea de democracia, el auge de regímenes iliberales, los discursos autoritarios…– y el «fin de la despreocupación» –personal y colectiva–. El diagnóstico del presidente, en el plano político y social, provocó una réplica virulenta de la oposición y de los líderes sindicales: le acusaron de vivir desconectado de la realidad. «¿Fin de la abundancia? Es seguramente la situación que vive el presidente de la República con sus amigos, pero no es la realidad de millones de ciudadanas y ciudadanos, parados, trabajadores en situación precaria…», resumió en un tuit el sindicalista Philippe Martinez.

Sin embargo, en el plano de las ideas, el diagnóstico de Emmanuel Macron tiene la virtud de poner a la ciudadanía ante sus propias responsabilidades. Como escribió un analista francés, «este discurso es quizá el de las ilusiones perdidas porque marca también el fin de la inocencia y de la creencia, en cada elección, en un mundo mejor que parece alejarse cada vez más del horizonte». Representa, además, el final de una cierta idea de opulencia que se había ido instalado desde hace décadas en los países del primer mundo. También Macron, con su evocación de los «días felices», y los políticos que le precedieron, en Francia y en las grandes democracias europeas, contribuyeron a anestesiar a los ciudadanos.

Ahora debemos despertar en una realidad convulsa. Se trata de un diagnóstico que formuló, hace ya treinta años, Gilles Lipovetsky en su libro El crepúsculo del deber. Este ensayista francés nos alertaba de la «ética indolora» de los nuevos tiempos posmodernos, en los que las democracias repudian la ética del deber en beneficio de los derechos individuales y de un Estado de bienestar sin límites. La traducción de esta tendencia, en el plano político, se concreta en una subasta electoral permanente en la que los electores son tratados más como clientes que como ciudadanos, es decir, depositarios de derechos, pero también de deberes.

Macron puso en marcha el jueves de la semana pasada un Consejo Nacional de la Refundación (CNR), integrado por medio centenar de representantes de la sociedad civil, para reconectar a la ciudadanía con la política. Está por ver que su método, que incluye la participación en línea y no excluye la convocatoria de referéndums, sea el más acertado. El fracaso de la reforma constitucional chilena nos ilustra sobre los límites de la democracia participativa. El presidente, en todo caso, ha tenido el coraje de enmendar su discurso sobre el retorno de «los días felices» y de pedir a los franceses que no olviden que el código de derechos de ciudadanía incluye un código recíproco de deberes. Ojalá que nuestros políticos –de los gobiernos y de las oposiciones– hagan suyo ese discurso: menos demagogia y más pedagogía. El año electoral juega en contra.

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