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Ana Martín

Artículo Indeterminado

Ana Martín

Todo bien

Antes, los veranos eran un eterno sábado que pasaba lento y se iba acortando los primeros días de septiembre hasta que, de pronto, un día era lunes del todo y había que incorporarse a la rutina. Levantarse tarde era casi una obligación, como lo eran los días de playa, los helados y las salidas diarias.

Ahora, bien que lo siento, los veranos son un domingo hostil que transcurre rápido, visto y no visto, porque desde que comienza te están recordando que el final está ahí, que el lunes está ahí, a la vuelta de la esquina, que tempus fugit, que date prisa, que no dejes de hacer cosas, de ahorrar, como la hormiga, para el invierno.

Que ese paréntesis de todo lo malo que fueron los antiguos veranos ya no va a existir más. Que la guerra no para en verano. Que los precios no dejan de subir en verano.

Que el verano ya no es un regalo, sino un préstamo que hay que devolver, con intereses altísimos, en los meses que le siguen.

No sé si esta aceleración y perversión del verano, esta transformación de locus amoenus a pasarela vertiginosa hacia el invierno, es solo una percepción subjetiva y alejada de la realidad que viven ustedes.

No sé si tienen esa misma impresión de que ya las noticias negativas no dan tregua ni en este corto asueto; de que llegan nuevas caras a los informativos, caras de verano, pero no tienen la deferencia de hacer como en aquellos veranos perdidos y disimular las malas nuevas, camuflándolas entre toneladas de verbenas, ferias y playas sembradas de sombrillas y neveras portátiles, para que nada osara perturbar nuestro descanso.

Estos veranos de ahora no respetan ni a su padre. El sol parece pensar que siempre es mediodía, así que hace el mismo perenne sopor a las diez de la mañana que a las once de la noche. Ola de calor, lo llaman. Más les valiera llamar ola de fresco a los cuatro días y medio que se puede dormir con la ventana abierta y el aire entrando por ella.

El resto es como el aliento de treinta dragones hiperventilados soplándote en la nuca de la mañana a la noche. Las salidas, diurnas o nocturnas, un desfile de zombis aturdidos y empapados, como bizcochos borrachos, buscando, con desesperación canina, la sombra o el aire acondicionado de cualquier edificio.

Solo hay dos clases de seres humanos que parecen, aún, refractarios a las temperaturas y a los rigores de estos veranos nuevos: los runners y los niños.

Como un día fui niña, aunque no lo parezca, entiendo esa absoluta inmunidad a cualquier situación extrema. He llevado verdugo, rebeca de lana y cuello de cisne con 19 grados, y he corrido, saltado y nadado durante horas, bajo el sol, en playas y piscinas, cuando hacer dos horas y media de digestión –tres, si eras hija de mi padre– era más importante que embadurnarse de protector solar y el protector solar llegaba al factor 30, como mucho.

Runner no he sido, no confunda dios mi alma, así que esa querencia apocalíptica de trotar bajo las llamas del infierno a horas imposibles, en escenarios incompatibles con la vida, me resulta algo más difícil de entender, ya saben cómo somos la gente sedentaria.

Cuando me siento a escribir estas letras tengo, pues, la sensación de que el lago tranquilo en el que me bañaba se ha transformado en río y el río, más pronto que tarde, se convertirá en catarata que me precipitará, de golpe, a las tardes oscuras de un otoño incierto, el del «fin de la abundancia», en palabras crueles de Emmanuel Macron.

Total, que todo bien, como siempre. ¿Ustedes qué tal?

@anamartincoello

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