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RETIRO LO ESCRITO

Alfonso González Jerez

Pompa

Al principio de los años setenta en la parte baja de Catia se concentraba una población integrada casi exclusivamente por canarios, portugueses e italianos. Catia era una suerte de subdistrito de la capital federal. Antes había sido una parroquia, y antes aún una diminuta población más antigua que Santiago de León de Caracas. Casi todas las haciendas de Catia habían sido propiedad de los descendientes del general Flores, que batalló al mando de Simón Bolívar, pero ahora todo estaba urbanizado y lo habían construido los musiú, nombre burlesco que recibían los emigrantes, y sobre todo, los isleños. Canarios, portugueses e italianos convivían razonablemente bajo el principio básico de cada uno en su casa y dios en la de todos. La mayoría trabajaba en la construcción o habían montado pequeños comercios. Era fácil, por ejemplo, distinguir a los del barrio porque siempre tenían cortes en las orejas: el barbero, italiano, era un sujeto involuntariamente sanguinario cuya peluquería siempre estaba llena de sangre; sus hijos y nietos, que siguieron con el negocio, fueron todavía peores profesionales que él, y cuando el tercer portugués resultó marcado en la cara de por vida se mudaron cerca, a Los Frailes, pero lo suficientemente para no ser linchados. La vida, en general, transcurría con cierta tranquilidad: cada vecino barría su trozo de acera y cuando apretaba el calor algunos italianos en camiseta sacaban la silla a la calle y buscaban un hálito de frescura. A veces se comían un par de sandías e invitaban a los vecinos.

El único problema, hasta que las cosas se empezaron a derrumbar y el ascensor social a la clase media se paralizó para caer años después en el abismo, eran los coñomadres de la esquina de abajo, junto a la pequeña central eléctrica. Estaban armados, traficaban con drogas, amenazaban a la gente del barrio, gritaban ordinarieces inimaginables a las chicas del barrio a partir de los diez años. Se produjeron incidentes. Algunos navajazos. La gente comenzó a sentir miedo. Por supuesto era estúpido llamar a la policía: ellos trabajaban para la policía, para la misma policía que todas las semanas recogía el soborno que mi padre tenía que pagar porque ni arruinaran su negocio. El barrio comenzó a oscurecerse. Se mascaba la desgracia. Hasta el día del incidente con Pompa. Entonces cambió todo.

Pompa vivía en el límite del barrio, en una casita que amenazaba ruina, cubiertas de losetas y con los cristales de las ventanas pintadas de negro. Era bruja. Era una nigromanta. Convocaba a los espíritus, tramaba maldiciones, curaba el mal de ojo y mataba los corazones para que no sufrieran jamás. Trataba a los demonios y los dioses de tú a tú. Provenía según algunos de Haití y no hablaba español, sino creole. Pompa era una masa enorme y oscura como el ébano embutida en un traje verde esmeralda como sus ojos. No pesaba menos de 150 kilos. Muchos afirmaban que por las noches se escuchaba salir de su vivienda letanías, bisbiseos y susurros aterradores. Una tarde regresaba a su casa de una de sus infrecuentes salidas y atravesó el grupo de los delincuentes. Alguno debió soltar una impertinencia. Pompa se detuvo, se volvió y los amenazó con el dedo mientras escupía palabras incomprensibles. Los canallitas se quedaron paralizados. La vieja sacó un puñado de algo del bolsillo y se los echó encima con el aliento. Salieron corriendo entre asqueados y despavoridos. Pompa continuó su camino sin apresurarse. No solo los coñomadres: todos temblábamos de pavor.

He recordado a la vieja Pompa al ver este ridículo cartel contra la gordofobia en las playas y la necia polémica alrededor de la torpeza del Ministerio de Igualdad. Qué pena que ya no esté aquí –murió mucho después, a los 103 años – para que les sople algo a Irene Montero y sus palanganeras y consiga que salgan corriendo para no volver.

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