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Luis Ortega

Gentes y asuntos

Luis Ortega

El Papa Francisco

La posibilidad de una segunda renuncia papal saltó todas las alarmas en medios laicos y católicos. La salud, problemas de movilidad por una afección de rodilla, estarían detrás de la posible marcha del Papa del Fin del Mundo, como el mismo se calificó en su primer mensaje. «No sería extraño, pero igual no» –me comentó un mitrado español, que no es gallego, y que tiene una larga relación con Su Santidad Francisco– «el hombre que rehuyó el numeral, es un consumado especialista en sorprender, generalmente para bien».

Las últimas cuatro décadas reunieron un grupo variado de personalidades en la Santa Sede y de sucesos inimaginables que les persiguieron.

Después de Juan XXIII y Pablo VI, ambos en los altares, llegó un cardenal de carácter y una estrella de indiscutible proyección mundial: Karol Wojtyla (1920-2005), número 264 de la Iglesia Católica Apostólica y Romana.

Sucedió a un hombre bueno y cordial –Albino Luciani, 1912-1978– que eligió un nombre compuesto –Juan Pablo I– como homenaje a sus antecesores; en sus treinta y tres días de pontificado apenas tuvo tiempo de enterarse de la trastienda económica y moral del estado, cautivó a la grey católica con su sonrisa y apareció muerto en extrañas circunstancias; la burocracia resolvió el misterio sin autopsia, con una nota de tres líneas y el diagnóstico de infarto de miocardio, que multiplicaron sospechas y desataron sólidas y tórridas teorías conspiratorias.

Si el primero de ese nombre cumplió uno de los mandatos más breves, su sucesor Juan Pablo II, que sólo heredó el nombre, gobernó un cuarto de siglo con mano de hierro, con rigor integrista y rodeado de fieles seguidores que cumplieron a rajatabla sus dictados. Víctima de un atentado, soportó con una voluntad encomiable un mandato agotador con viajes por todo el mundo. Con la salud quebrada, mantuvo sus actividades hasta que las fuerzas le abandonaron. Como los reyes antiguos, murió en su trono, en el ejercicio pleno de sus responsabilidades; y con una resistencia férrea soportó su agotador mandato, en precarias condiciones de salud pero con la energía intacta, pese al evidente deterioro. Se le recuerda como el restaurador del rigorismo eclesial y como un ariete implacable en la caída de los regímenes comunistas, empezando por su Polonia natal.

Al singular personaje, le sucedió un hombre de su confianza y un intelectual de sólida reputación, el alemán Joseph Ratzinger –1927– elegido tras el cuarto escrutinio y continuador firme en la base doctrinal, aunque más flexible en las formas y con mayor capacidad para el diálogo. Benedicto XVI mostró una actitud conciliadora y dejó una literatura brillante y, tras ocho años de brega con el oscurantismo de su entorno, los escándalos sexuales del clero y los abusos de menores en las portadas de los periódicos, de modo sorprendente, dimitió el 11 de febrero de 2013. El precedente más cercano se limitó a Gregorio XII, en 1415, en medio de las siniestras conjuras y peleas del bien llamado Cisma de Occidente.

Argentino con ascendientes italianos Jorge Bergoglio –1936– fue el principal competidor de Ratzinger en el cónclave de 2005; superior de la Compañía de Jesús en 1973, obispo en 1992, arzobispo de Buenos Aires en 1998; y ocho años después, el primer jesuita y el primer latinoamericano que accedió al papado.

Busco en una plataforma la película Dos papas, dirigida en 2019 por el brasileño Fernando Meirelles y con los espléndidos Anthony Hopkins y Jonathan Price como Ratzinger y Bergoglio, respectivamente; y mientras intento deslindar la realidad, que sólo conocen ellos, de la ficción, creo que veremos durante mucho tiempo al Papa Francisco; renqueante o en silla de ruedas, porque la esperanza que significó su elección, su sinceridad, su apertura y su valentía sin ruido son imprescindibles para la grey cristiana en horas de pandemias, guerras y negacionismos. «La pelea va en su carácter, vamos a ver», remató el monseñor amigo a la vuelta del correo electrónico y yo casi aseguro que el hincha del San Lorenzo Almagro terminará, como los futbolistas corajudos, su partido.

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