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LA GATA SOBRE EL TECLADO

El filósofo masticable

El filósofo y matemático británico Bertrand Russell, considerado un auténtico monstruo de la lógica, recomendaba adoptar como hábito saludable ponerle un signo de interrogación, de vez en cuando, a aquellas cosas que hemos dado por sentadas durante mucho tiempo. Algunas personas no hemos necesitado desarrollar esta sana costumbre porque ya nacimos directamente bajo el signo de interrogación en la rueda del zodiaco. Hacer y hacerse preguntas ha sido, para muchos seres humanos, el deporte (de riesgo) que más temprano empezamos a practicar. Yo era de las que solía taladrar a porqués a los adultos de mi entorno. Algunas de esas preguntas, trascendentales o absurdas, nunca fueron respondidas, otras lo han sido con el tiempo gracias a la experiencia… o a las nuevas tecnologías.

El otro día, contemplando un expositor de chuches en el supermercado, volé por instante hasta 5º de EGB en el momento y lugar exacto en el que me surgió una de esas preguntas que jamás imaginé que podría resolver varias décadas más tarde, desde un teléfono mágico que cabe en un bolsillo:

Era el cumple de Amparito y, como era costumbre en aquella época (al menos en mi pueblo), el cumpleañero o cumpleañera repartía caramelos a toda la clase para celebrar su día. Eran los tiempos del Sugus y el mundo se dividía en dos bandos: los amantes y los detractores… del Sugus de piña. En España se distribuían en aquel entonces solo cinco sabores: fresa, cereza, limón, naranja… y piña. Cada uno con su color, rosa-fresa, rojo-cereza, amarillo-limón, naranja-naranja y desafiando a los postulados lógico matemáticos de Russell… azul-piña. Evidentemente, me explotó la cabeza haciéndome la gran pregunta que años más tarde convirtió al entrenador José Mourinho en trending topic: «¿Por qué el Sugus de piña es azul? ¿Por qué? ¿Por qué? No entiendo nada». Mientras intentaba, sin éxito, despegar de mi paladar aquel híbrido pegajoso, mitad caramelo, mitad chicle con sabor a cualquier cosa… menos a piña, le pregunté a Don Vicente, el maestro, pero no tuvo tiempo de responder. Óscar, el payasete de clase (en todas había uno) se adelantó: «Porque cuando te meten una piña se te queda el ojo de ese color». Me entró la risa y se me despegó el Sugus del paladar… pero no de mi cabeza. Guardé uno en el bolsillo de mi mochila para seguir investigando en otro momento.

Nunca pude averiguarlo hasta la era de internet, pero lo que sí aprendí rápido era la razón por la que los envoltorios de esta chuche no informaban de la fecha de caducidad: No era necesario. Un Sugus caducado era ese Sugus que había pasado de caramelo masticable a inmasticable trozo de hormigón armado. Si no te habías partido una muela con él, podías usarlo para partir nueces o almendras (MacGyver siempre llevaba uno en el bolsillo, estoy convencida). La dureza de un Sugus caducado solo era comparable al titanio, a la infancia de Marco o al episodio de Verano Azul en el que murió Chanquete.

Lo que jamás venció el tiempo fue la curiosidad que me llevó, tropecientos años después, a navegar por los mares de Google en busca de una respuesta. Así supe que en 1931, el director general de la empresa chocolatera suiza Suchard inició una investigación en busca de nuevas ideas para diversificar la marca y se encontró en Cracovia (Polonia) un caramelo blando, elaborado a partir de una receta inglesa, que se podía chupar hasta deshacerse en la boca. Compró la patente por 500 dólares y bautizó el descubrimiento con un nombre derivado de la palabra Suge, de origen escandinavo, que significa chupar.

Lo del envoltorio azul no tiene más ciencia que el descarte. Todos los colores que podían asociarse a una piña estaban adjudicados: El amarillo claro estaba ocupado por el Sugus de limón, el amarillo oscuro por el de plátano, el verde por el de menta y el marrón fue rechazado porque podría ser interpretado como chocolate. En un brainstorming de duración inferior a un estornudo (seguramente), se decantaron por el azul oscuro y, en un alarde de creatividad, crearon el Sugus rarito y sin sentido. Si me hubieran consultado a mí, les hubiera propuesto un envoltorio blanco y convertir al detestado Sugus de piña en el Sugus de piña colada, estrella de la casa. Pero ellos se lo han perdido (si alguien de la actual empresa productora de Sugus lee esto… quiero mi comisión, gracias).

Ahora, la pregunta que queda en el aire es otra, mucho más inquietante: ¿Era necesario un Sugus de piña? Hay una posible respuesta que deja a los de la reunión del brainstorming como auténticos genios. Lejos de pensar que este absurdo Sugus confirma la mordaz teoría que el dibujante Quino puso en boca de Mafalda afirmando aquello de que «nunca falta alguien que sobra» (cierta en infinidad de ocasiones), me inclino por la polaridad opuesta. Y es que, como devota que soy de la cofradía del todo pasa por algo y portadora de unas neuronas que salen en procesión rindiendo culto a Nuestra Señora de la Divina Sincronicidad, creo firmemente que todo tiene un sentido que tarde o temprano acabaremos por encontrar o, santo remedio, inventar (para gozo y descanso de nuestras almas). Y con esa firme convicción, tengo la certeza de que el maldito Sugus de piña representa todo aquello que, aparentemente absurdo y carente de sentido, existe con la noble misión de conseguir que nos hagamos preguntas. El Sugus de piña es un puñetero filósofo masticable. The fucking chewable philosopher.

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