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Ana Martín

Artículo Indeterminado

Ana Martín

La cuchara

El otro día pasé una de las mañanas más emocionantes de mi vida escogiendo cucharas. No pensé jamás que escribiría, alguna vez, una frase como esta, pero ha sucedido exactamente como lo cuento. Estuve en una almoneda, en un anticuario, llámenlo como quieran, registrando gavetas repletas de cubiertos. «Tengo tenedores y cuchillos, juegos completos también», nos indicó el propietario, extrañado por la precisión del encargo. Pero no: nosotros íbamos expresamente a buscar cucharas.

Si no han abandonado la lectura por lo aparentemente insustancial del asunto, entenderán enseguida de qué hablo.

Verán, mi marido, que es actor desde que tiene memoria, tiene la costumbre de hacer un regalo especial al acabar un proyecto. El último, una película fantástica y mágica, en la que se han dado casualidades y causalidades entrelazadas, terminó hace unos días. Y él tuvo claro que el regalo tenía que ser una cuchara.

«¿Por qué estás tan empeñadísimo en eso?», le pregunté.

«Porque cuando entregas a alguien una cuchara, estás deseándole a esa persona que nunca le falten las lentejas. Que pueda vivir siempre de su trabajo».

Es cierto que los artistas son, en general, gente particular, con sus manías y sus supersticiones, adquiridas desde antiguo. Son un poco sacerdotes y un poco brujos. Un poco médiums, también, en tanto que a través de ellos nos hablan todas las voces que fueron y las que serán. Tienen, en fin, sus liturgias, en lo colectivo y en lo personal.

Desde que vivo con uno de ellos no me atrevo a poner un sombrero encima de la cama ni entrego el salero en la mano, sino que, con cuidado, lo deposito sobre la mesa para que, solo entonces, pueda cogerlo él, ya roto el mal fario. Si me olvido, el actor se apresura a echarse un puñado de sal por encima de los hombros para cortar la malandanza.

Al principio, estas cosas me incomodaban muchísimo, porque me pasé la juventud abriendo paraguas dentro de mi casa y poniendo adrede el bolso en el suelo para desafiar las supercherías de mi familia, que no eran pocas. Pero, poco a poco, me he ido haciendo a esos rituales cotidianos que a nadie molestan y que pertenecen a un oficio y a una gente a la que admiro por encima de todo.

Volvamos, pues, al inicio. Una vez supe el significado del presente me ofrecí para acompañar y ayudar a escoger cada cuchara, pensando en quienes iban a recibirlas. Elegirlas, traerlas a casa, envolverlas, pensar en qué otras vidas habrían tenido antes de llegar a nuestras manos, fue, no lo repetiré más, emocionante.

Por sí solas, estas piezas tienen ya una carga semiótica importante. Pero el regalo cobra aún más sentido en estos tiempos confusos donde ganarse la vida se antoja una frase casi ofensiva, como si el que no trabaja no mereciera siquiera la vida que se le ha dado; en estos tiempos de comisionistas y holdeos, de criptosectas y arribistas, de incertidumbre, guerra caprichosa y crisis intermitente; en estos tiempos de postureo y perversión de las palabras que antes eran, también, alimento.

Regalar una cuchara para que no falte la comida en la mesa pudiera parecer una cosa antigua, sí. De aquellos días en los que mi abuela casi se descalabra saltando azoteas detrás de un gato que le había robado la única cena que tenía para sus hijos. De aquellos en los que el pan se partía en trozos contados porque no se sabía si se volvería a comer enseguida o pronto o demasiado tarde. Pero no lo es. Muy al contrario, es algo luminoso y bello que convierte a un objeto común, cotidiano, en una varita mágica capaz de terminar con el peor de los males del mundo.

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