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Alejandro de Bernardo

Curva a la izquierda

Alejandro de Bernardo

Rey o República

No digo que no pueda volver. No digo que haya que hacerle ningún otro desprecio que aquel de no hacer aprecio. Ignorarlo. Algo imposible. Con esta prensa. Estos mass media. Con estas salsas rosas y ensaladas amarillas. Solo digo que así no. Así no majestad. Y aunque haya dormido en mil y una camas, aunque pueda circular libremente por donde considere, como cualquiera de nosotros –en esto último, digo–… considerando el azul marino de su sangre, no puede presentarse así, como si no quiere la cosa y cuando le sale de las reales narices. Por muy archivadas que quedaran las causas, por muy regularizado que quedara todo.

Dos años después de su huida voluntaria a los Emiratos Árabes, hecho un pincel: polo del Real Club Náutico, bastón en mano, espalda encorvada y asistido para desplazarse, el emérito llegó al puerto deportivo siendo recibido por decenas de personas con vítores de «viva el rey» y banderas de España. Olé sus oeufs.

Pregunto: ¿De verdad cree que esa es la opinión de la inmensa mayoría de los españoles sobre el precursor de los comisionistas, fraudes a Hacienda, fondos en paraísos fiscales y demás correrías más bien poco ejemplares y desde luego inadmisibles?

No importan sus líos de faldas, sus preferencias por las rubias –aunque de todo hubo en la viña del bribón– en todo caso sería su problema o no, y el de ellas o… tampoco. La máxima institución de un Estado democrático en lo que no puede fallar y ha de ser extremadamente pulcro es en no traicionar la confianza de aquellos a los que se supone representa y ampara. Y usted, el Borbón campechano lo ha hecho. Le creímos aquel «…lo siento mucho. Me he equivocado. No volverá a ocurrir». Mientras escondía mucho más de lo que podía tapar ese oportuno capote con el que nos volvió a engañar. Había muchos juancarlistas ganados a pulso –no se le pueden quitar sus méritos– tras su comportamiento en el 23-F, pero esa fortuna se marchó en su velero.

Hoy, precisamente, porque traicionó tanto esa confianza en la que se basaba su relación con los españoles, y lo que llevó a su propio hijo a mostrarle el camino del exilio, su regreso ha de venir acompañado de una explicación sobre un comportamiento inapropiado e indecoroso. Y de disculpas. Sobre todo de disculpas. Hágase perdonar. No es una humillación. Solo decencia.

Porque el lamento sincero por lo que consideró como «acontecimientos pasados» de su vida privada, en una carta dirigida a su hijo, no incluye a la sociedad que lo amparó y alimentó durante décadas. Así que ha de volver a pedir perdón. Se lo dijo bien claro el presidente del Gobierno hace bien poco, cuando le pedía un «mensaje claro a todos los españoles». Un mensaje desde la humildad y el arrepentimiento, porque el propósito de enmienda ya nos da lo mismo. Por aquí dicen que el que nace lechón muere cochino. No sé si será su caso. Usted sabrá. Ahora a quien está dañando de verdad es a su hijo y a la institución.

La monarquía democrática española nunca ha estado tan poco apoyada como ahora a pesar de que, probablemente, nunca haya tenido un rey tan preparado, tan correcto y tan pulcro como el actual. No se merece –ni él, ni nadie– pagar por las fechorías de su progenitor, pero está obligado a iluminar con los leds más potentes del mercado todos los cuartos oscuros del palacio y de los que lo habitan. Incluso de ir mucho más allá y ser él quien proponga un referéndum periódico que avale la continuidad o no de la institución. Lo que no sea llegar hasta ahí será obligarnos por cuestión de fe y, sinceramente, no podemos ni queremos fiarnos de nadie. Solo el color de la sangre ya no vale. Hacen falta votos. Con v y s. Porque si algo sobra… es morro.

Feliz domingo.

adebernar@yahoo.es

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