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Alfonso González Jerez

Retiro lo escrito

Alfonso González Jerez

Religión y tortilla

Seguro que conocen la respuesta de un Bertrand Russell ya octagenario cuando un periodista le preguntó cuál sería su reacción si, a pesar de su ateísmo, se encontrase con Dios después de morir. Con su vocecita burlona el filósofo dijo que improvisaría algo: “Oiga, le ruego que me perdone, pero los indicios contra usted eran tan abrumadores…”. En estos días admiro a mi alrededor a mucha gente que desfila por delante o por detrás de tallas policromadas porque en su inmensa mayoría jamás han sentido siquiera la comezón de la duda sobre sus convicciones religiosas. El catolicismo, tan denso intelectualmente, tiene un lado salvaje y feroz, sangriento y dolorido, por el que la gente se siente fuertemente atraída. El catolicismo exige sangre derramada y una expiación cotidiana de los pecados del hombre y del mundo. No tiene nada que ver con la Iglesia Anglicana, por ejemplo, porque los ingleses no creen una palabra de lo que dicen sus prelados. Como explicó Scruton maravillosamente, “Dios, tal como es representado en los oficios tradicionales de la Iglesia Anglicana, es un inglés que se siente incómodo en presencia del entusiasmo”.

Es probable que un servidor pudiera ser anglicano. Pero ser católico es francamente agotador. El católico, al contrario que el deísta anglicano, siempre está entusiasmado y es un ser agónico por estricta necesidad. Entusiasmado por la presencia o por la ausencia de Dios: lo primero lo conforta, lo segundo le incita a la búsqueda. Entusiasmado por la salvación de los justos y la condena de los inicuos. Es una iglesia que, al menos preceptivamente, obliga a estar atentos las veinticuatro horas al día, una herencia terrorífica del judaísmo. El cristianismo – “ese conjunto de supersticiones hebreas supeditadas a Platón y Aristóteles”, que dijo Borges – y muy especialmente su variedad católica, son religiones de combate, relato y escenografía, no de introspección. Combate del creyente contra sí mismo y contra los impíos, por supuesto. Exige sacrificios, energía, determinación, gusto por el heroísmo y la autorepresentación. Su mundo es este reino. Una vez, en una plazoleta de Bangkok, observé a un grupo de zoroastrianos bailar al son de flautas y timbales. Bailaban y sonreían. No son gente especialmente impresionable por un listado papas romanos, por ejemplo, porque su religión ya ha cumplido los 3.500 años. Pregunté si se podía hablar con ellos. No, no se podía. Si te interesaba podías seguirlos hasta el templo y esperar ahí días, meses o años hasta que te atendieran. Rechazan con un silencio impenetrable cualquier propósito de conversión. No se preocupan por atraer nuevos seguidores ni por difundir masivamente sus doctrinas. Se me antojó admirable. El catolicismo, en cambio, ha alanceado, quemado, torturado, mentido y escarnecido a millones de seres humanos durante siglos para extender o defender su sueño –y su mandato -- de un imperio ideológico universal.

Pero estas gentes siguen desfilando. Se supone que su dios fue detenido, humillado y asesinado por predicar su doctrina. Todo eso, por supuesto, es una fábula infinitamente matizable. Pero contra lo que me ocurría cuando era joven, ya no lo encuentro insoportable. Aunque mis mayores siguen siendo mayoritariamente ateos o agnósticos y las religiones, en sí mismas, me sigan pareciendo prácticas abominables que fomentan la estupidez el miedo y el servilismo, ya no opino que la mejor iglesia sea la que arde. Las irregularidades e ilegalidades de la Iglesia Católica Romana deben ser denunciadas y perseguidas, pero si esta buena o mala gente que veo en la calle le canta sentidamente a una escultura o llora por ver una figura de yeso bambolearse sobre un trono, ¿por qué me ha de molestar excesivamente? Yo creo, por ejemplo, que la tortilla debe llevar cebolla. Pero muy picadita y sin nada más.

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