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La gata sobre el teclado

El infinito en una sábana bajera

De vez en cuando pasan cosas que parecen confirmar que no todo está escrito en cuestiones que dábamos por finiquitadas, por altamente improbables o directamente por imposibles. A veces suceden cosas que ponen en entredicho las estadísticas, las predicciones del mercado, los cálculos de probabilidad o la fría lógica de un algoritmo.

Cuando la filóloga clásica Irene Vallejo decidió escribir un ensayo sobre la historia de los libros y el mundo antiguo, lo hizo consciente de que los auspicios de la mercadotecnia editorial lo iban a sentenciar como un producto muy minoritario (algo para cuatro lectores entusiastas). Sin embargo El infinito en un junco (2019) fue un éxito rotundo contra todo pronóstico. Calificado como el ensayo revelación de la temporada, obtuvo una lluvia de premios literarios y más de 150.000 lectores confirmaron que en cuestión de libros tampoco está todo escrito (nunca mejor dicho).

Aceptar que existe un factor X impredecible significa admitir que hay algo que escapa a nuestro control, y eso es algo tremendamente incómodo para los que construyen su realidad a golpe de marketing y estrategia. Para los que no, para los que tenemos por costumbre dejar un espacio en el que la vida hable, ese componente imprevisible se convierte en una valiosa puerta abierta a la esperanza.

No es necesario que suceda un gran evento para confirmar esta teoría del jamás des nada por sentado ni por perdido porque nunca se sabe. De hecho, una prueba irrefutable de la existencia de ese principio de lo inesperado puede llegar volando en forma de algo tan trivial como una sábana bajera. Sí, a falta de ese éxito literario sin precedentes que rompa toda lógica del negocio editorial, a mí el Universo me envió… una sábana.

Sucedió el pasado 14 de marzo. La noche anterior, decidí restarle importancia a la llegada inminente de una borrasca llamada Celia y, haciendo uso de una absoluta falta de sensatez por mi parte, se me ocurrió poner una lavadora y tender la ropa en la azotea. A la mañana siguiente, después de una noche de sueño interrumpido por los apocalípticos resoplidos del temporal que comenzó de madrugada, me armé de valor y, después de maldecir mi mala puntería con la planificación de la colada doméstica, asomé el hocico por el cristal que da a la azotea para contemplar el desastre: una sábana bajera blanca había desaparecido, dos calcetines habían alzado el vuelo y habían aterrizado en el patio del vecino y el trío de sujetadores Morricone (los llamo así porque uno es bueno, otro es malo y el tercero es feo) parecía girar a la velocidad de la luz. Toda la ropa tendida estaba al borde de la locura. Se les iba (literalmente) la pinza.

El rescate iba a ser duro. Borrasca Celia versus Huracán Mary. Abrí la puerta y grité: ¡Que comiencen los Juegos del Aire! Tras unos minutos de batalla, conseguí entrar en casa con todas las piezas excepto una: la sábana. No encontré rastro de ella en ninguna de las azoteas ni patios colindantes. La di por perdida.

Contar cómo discurrió aquella mañana el trayecto a pie desde mi casa hasta mi lugar de trabajo actual daría para otra columna (desconozco si Celia tiene parientes pero yo me acordé de su madre en cada esquina de la avenida de San Sebastián).

A primera hora de la tarde volví a casa, aprovechando un momento de calma en medio de la ventisca. Abrí la puerta del zaguán destechado pensando en que iba a necesitar una apisonadora para devolverle a mi pelo un aspecto que no recordara tan descaradamente a la melena de Mufasa o a una Mafalda recién levantada. Entonces, la imagen que vi ante mí cortó en seco el circuito de pensamientos banales sobre estilismo y peluquería: allí estaba, colgada de uno de los farolillos del muro… ¡Mi sábana!

Inexplicablemente y contra toda probabilidad, la sábana desaparecida regresó de algún lugar más allá de los alrededores inmediatos de mi azotea. Es más, pudo haber retornado a la zona y haber caído en el patio de algún vecino…pero volvió justo al mío. Y allí permanecimos durante unos instantes mágicos, ella colgada del farol como un fantasma frente a mí y yo, con las llaves de casa en la mano, contemplándola como un pasmarote y pensando en el grandioso mensaje que me estaba llegando caído del cielo: «no des nada por perdido, lo que ha der ser para ti, encontrará siempre el camino para llegar hasta ti».

En la película Yo, Robot (2004) hay una escena en la que una supermáquina de Inteligencia Artificial repite una frase como un disco rayado: «Mi lógica es innegable», mientras trata de ejecutar un plan para salvar supuestamente a la humanidad sin importarle las vidas humanas que han de sacrificarse para ello. El catastrófico propósito será interrumpido gracias a Sony, el único robot que ha desarrollado una especie de autoconciencia y de inteligencia emocional, y a Will Smith (como no puede ser de otra manera si de salvar al planeta se trata).

Esta es una película que he visto por casualidad un par de veces y siempre me llama la atención esa frase de la fría máquina que pretende hacer una escabechina por un supuesto bien mayor: «Mi lógica es innegable». Lo que me lleva a pensar que los hilos invisibles que mueven nuestro destino no son llevados por una lógica predecible. No todo es tan fácil a veces como sumar dos más dos. Y si existe un factor al que indiscutiblemente hay que prestarle atención y darle la importancia que mereces es, sin duda, esa brújula que tenemos incrustada en el pecho. Esa bitácora que bombea más rápido cuando quiere marcarnos el norte.

El filósofo norteamericano Sam Keen (autor de Himnos a un dios desconocido) escribió: «Confía en lo que te conmueve más profundamente».

No es necesario que pase algo especial para que recordemos la importancia de creer en aquello que nos emociona de verdad, por complicado o difícil que parezca, por inoportuno o desestabilizador que sea. Un hecho cotidiano, puede contener el código de todo lo que necesitamos saber en un determinado momento. Porque el infinito puede estar en un junco…o en una sábana al viento con inquietante libre albedrío.

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