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Maud, una artista diferente

TEA Tenerife Espacio de las Artes acoge la exposición Maud, c’est la vie!, inaugurada el pasado 28 de enero y que, hasta el próximo 27 de abril, aún dejará varias oportunidades al alcance del ojo y el corazón tinerfeños: la de admirar esta muestra, pero también la de conocer en profundidad la vida y obra de Maud Bonneaud (Limoges, 1921-Madrid, 1991) y alcanzar por medio de este conocimiento determinadas revelaciones que se hacen acompañar de fascinación sincera, así como de un poso de inesperada nostalgia.

Para muchos, este proyecto supondrá una invaluable primera ocasión para aproximarse a los detalles sobre quien fuera Bonneaud, luego Domínguez y luego Westerdahl, pero que nunca dejó de ser Maud. A pesar del profundo respeto que impregna cada mención de un nombre que resuena aún con frecuencia, existe sobre su figura un relativo olvido, propiciado en parte por la distancia temporal –pues falleció en 1991, hace ya treinta y un años– pero también por cierto silencio y por la carencia de un lugar propio para su nombre, siempre colocado en injusta subordinación al de otros. Este segundo plano inmerecido justifica sobradamente la necesidad de un trabajo exhaustivo como el que culmina en esta exposición, comisariada por Pilar Carreño Corbella, y que es resultado de muchos años de labor investigadora. Acompaña a la misma la edición de un cuidado volumen que, además del imperativo catálogo de las obras y documentos que se exhiben, incluye un compendio de entrevistas a Maud, una cronología detallada y una serie de textos que firma la misma Carreño y en los que realiza una minuciosa semblanza de la artista. Un relato biográfico que contribuye certeramente a enmendar la deuda de reconocimiento de la que Maud era acreedora, pero que, sobre todo, sirve como invitación para adentrarse en profundidad en el conocimiento de una vida y una obra que, sin duda, merecían ya una celebración.

Estructurada en tres ámbitos –Maud esmaltadora, Bretón y Domínguez y Círculo de amigos I-II– y con la presencia de más de trescientas piezas de diversas clases –esmaltes, lógicamente, pero también fotografías, pinturas, dibujos, esculturas, cartas...–, la propuesta expositiva logra su cometido de ilustrar la singularidad de Bonneaud, no solo en cuanto a su trayectoria vital, sino también al respecto del carácter y valores que la guiaron. Escribió Maud en 1939 que lo normal habría sido hacer su vida en un mundo de médicos, ingenieros, profesores o algo así. Algo serio; pero, observada su biografía en retrospectiva a través de esta muestra, se descubre que no cabe más seriedad, ni es posible mayor determinación, que aquella con la que la creadora abordó la que, en realidad, fue su misión y propósito permanente: la incansable persecución del hecho artístico.

Y en tal singladura, que comenzó pronto y con arrojo, vino a compartir trayecto, tertulias e impulsos con una notable plantilla de personalidades que, si no lo estaban ya en el momento de su encuentro, acabarían siendo incardinadas en el lugar que se reserva para las mentes de mayor relevancia y contribución en el contexto artístico y cultural del siglo veinte. Aunque pudiera Maud considerar que el origen de tales vínculos fue fortuito, como de hecho lo fue su primer acercamiento a André Breton, que se produjo por casualidad en un hotel de Poitiers, lo cierto es que, a la vista del extenso elenco de amigos y conocidos con los que tuvo proximidad en algún momento, surge más bien otra pregunta, una explicación quizá más plausible: si no sería ella quien actuase como elemento aglutinador, como fuerza gravitatoria a la que acababa acercándose todo aquel que sintiera el impulso creativo.

De entre quienes fueron significativos para Bonneaud, cumple esta muestra con la obligación de abordar sus dos enlaces matrimoniales, primero con el pintor Óscar Domínguez, entre 1948 y 1954, y después con el crítico de arte Eduardo Westerdahl. Como testigo de su inextricable unión con el minotauro Domínguez, con quien conservaría amistad después de separarse, se exhiben ahora en el TEA cerca de cincuenta piezas que firmó el tinerfeño, entre dibujos, esculturas y otros objetos; mientras que otras tantas fotografías, cartas y textos dan cuenta de su vínculo con Westerdahl, entre ellos, por ejemplo, el poema-collage Seguro y confuso amor, firmado en 1954, o las fotografías con las que este, según la propia Maud, escribía con luz.

No obstante, resulta ilustrativo, novedoso y, por una vez, justo, el enfoque con el que se analizan estas dos relaciones, tanto en la exposición como en el catálogo que la complementa. Y es que, aunque fuera Bonneaud la primera en honrar la indiscutible participación que en su vida tuvieron ambos –cuyos retratos permanecieron en su mesa de noche hasta el momento de su fallecimiento–, se percibe y reconoce ahora el reverso de esta moneda: el carácter valioso y determinante de la influencia que ella ejerció en los otros. Además de los trabajos de autoría conjunta que realizó con uno y otro, a través de la muestra se aprecia, particularmente en lo relativo al universo creativo de Domínguez, el papel impulsor, modificativo y condicionante que desempeñó la artista. Así, cabe ahora preguntarse si habrían podido discurrir del mismo modo el simbolismo y la producción plástica del pintor sin Maud Domínguez, que aparece representada en múltiples ocasiones, pero que, sobre todo, trabajó activamente en llevar a buen puerto sus creaciones.

Fue durante su matrimonio con Óscar Domínguez cuando surgió la faceta más característica de Maud Bonneaud, por casualidad [...] y por curiosidad, según relató ella misma: el trabajo del vidrio y el esmalte, y que, lógicamente, constituye elemento central de la exposición, que exhibe una importante colección de las piezas de quien fuera calificada como una estrella oscura del surrealismo por Valentine Penrose. En su carrera como esmaltadora, que se desarrolló entre 1954 y 1980, la creadora generó una amplia producción cuya excepcionalidad puede admirarse ahora en la primera parte del recorrido de la exposición. Con inspiración en el mundo antiguo y medieval, que supo trasladar con maestría a la contemporaneidad, dijo el poeta José Hierro acerca de la producción de Bonneaud que en ella se combinaron las calidades vítreas, satinadas, del esmalte con las asperezas del metal.

A pesar de lo limitado de los medios materiales, y de la complejidad de una técnica sobre la que desarrollaba una perenne investigación –descubriendo métodos propios, y con la tenacidad que requiere un proceso en que las piezas han de pasar hasta seis y siete veces por el horno– logró Maud un propósito que ahora, bajo el manto de oscuridad que parece cernirse otra vez, necesita de nuevo una reivindicación enérgica: sencillamente, el de hacer una cosa bella. Y hoy, al ver la muestra que se exhibe en Santa Cruz, y poco después del día en que habría cumplido 101 años, el brillo de los esmaltes parece declarar su victoria en el que siempre fue su reto: el desafío a la monstruosidad.

Hay presente ahora en TEA Tenerife Espacio de las Artes, además de bocetos y dibujos, y de catálogos y carteles de las diversas exposiciones individuales y colectivas en las que tomó parte, una selección de piezas que permite acercarse al arduo proceso técnico de la artista, pero también a su ubicación creativa, la cual, según ella misma, giraba entre dos polos: la cultura clásica y el surrealismo. La influencia de esas fuentes, así como la destreza y lucidez de la esmaltadora, pueden constatarse ahora en los elementos que se muestran: desde las pequeñas joyas –broches, anillos, brazaletes o pendientes–, pasando por otros objetos cotidianos –cabe destacar de entre ellos su Cofre, La puerta o Sardina a la parrilla– a sus piezas surrealistas, que ocupan lugar central en la sala. De entre sus obras más complejas y expresivas, se hace imperativa la contemplación de su El conquistador. Homenaje a Max Ernst, su Minotauro azul. Homenaje a Óscar Domínguez, sus Reinas o las composiciones en que fusiona joyas y erotismo.

Se completa este trabajo sobre Maud Bonneaud con una decidida revalorización de un aspecto de su figura tan precioso como su producción artística: su rol de agitadora cultural. Y es que, casi como el vórtice de un torbellino, a su alrededor parece que durante un tiempo giró todo cuanto tuvo interés en el arte contemporáneo. Para esta exposición se han escogido únicamente aquellas amistades que dejaron un rastro material, y aún así cuenta con la presencia de Paul Éluard, Pablo Picasso, Man Ray, Dora Maar, Roland Penrose, Valentine Penrose, Eileen Agar, Maribel Nazco, Manolo Millares, Martín Chirino, César Manrique y José Abad, entre otros tantos.

Es con esta reflexión sobre su desempeño como incitadora, como aguijón para el espoleo del impulso artístico, con el que esta exposición termina generando la sensación de añoranza que mencionaba al comenzar estas líneas, y que se torna ahora en una suerte de orfandad, de anhelo por aquello que nunca se ha acabado de tener y que, sin embargo, existió. Y es que, si algo es constante en el relato de los testigos de su presencia en esta isla es su marcado carácter inquieto, curioso y abierto a compartir su conocimiento, su aventura intelectual. Se dijo en su momento que no hubo escritor, pintor, escultor o músico canario que no hubiera disfrutado del trato inteligente del matrimonio Westerdahl, y que hubo un tiempo en que cualquier empresa cultural podía encontrar participación entusiasta y colaboración sin límites. Y es esa una imagen dulce, escasa y casi utópica: la fotografía de algo que hoy es fácil echar de menos.

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