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Jorge Bethencourt

Manual de objeciones

Jorge Bethencourt

No en mi turno

Estamos en medio de una interesante polémica, de esas que se suelen dar en los estíos informativos. Un grupo de mujeres tinerfeñas quieren ser esclavas del Cristo de la La Laguna, o sea, entrar en una hermandad de hombres cuya fundación se remonta a la época de Maricastaña. Pero no las dejan. Y lo que es peor, la Justicia ha dicho que la igualdad se aplica en la sociedad civil, pero que en cuestiones religiosas privadas operan reglas esotéricas a donde no llega la mano de los tribunales humanos.

Tal vez estemos en un mundo nuevo, donde los negros reclamen el derecho a ingresar en el Ku Kux Klan, pero a mí me resulta todo muy extraño. No sé qué le podrían decir a un individuo que pretenda ingresar en un convento de las Carmelitas Descalzas. Igual tiene derecho a ponerse las botas —en ese caso las sandalias— pero debido a cierta afición que padezco por el sentido común me parece bastante probable que le cierren la puerta en las napias.

Las religiones, sus totems, sus dioses, sus chamanes y sus ritos, son una parte fascinante de la historia del ser humano. Las respeto, de la misma manera que respeto a los que sienten adoración por John Nieve y la Guardia del Invierno o viven de acuerdo al código Jedi. Soy capaz de aguantarles la tostada a condición de que no pretendan convertirse en un grupo de presión para influir en las normas civiles que rigen nuestra sociedad. Esas que sí me obligan a mí.

Cuestiones como el derecho al aborto, el divorcio, la clonación o el trasplante de órganos —o incluso la transfusión sanguínea— son materias en las que algunas religiones quieren meter la cuchara. Y de hecho, la meten. Quieren “salvar” del infierno incluso a los que no queremos ser salvados, porque hemos pensado, desde siempre, que el infierno somos nosotros mismos.

La Iglesia Católica impide que las mujeres sean sacerdotisas. O como se dijera. Y es así desde que se fundó el club. Son sus reglas. Y creo que no tenemos derecho a imponerles las nuestras, porque ellos viven de acuerdo a su fantasía de ángeles y demonios. A lo que sí tenemos todo el derecho del mundo es a que esas creencias no se infundan involuntariamente en la educación de los ciudadanos del siglo XXI. A que no se adoctrine a generaciones enteras de jóvenes —como la mía— en la cultura del pecado y en la ficción de otra vida imaginaria. Y, sobre todo y por encima de todo, a no darle ni un duro de mis impuestos sin mi permiso. Porque para lo que pagamos los ciudadanos del Estado es para sostener los servicios públicos esenciales.

Los ángeles y los demonios que se paguen las plumas y los cuernos de su propio bolsillo.

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