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Todos pensamos que somos buenas personas. En las encuestas que nunca conoceremos, nueve de cada diez entrevistados aseguran que son muy buena gente. En este mundo al revés hasta las malas personas se llegan a considerar bondadosas y comprensivas; al fin y al cabo, aparentar es convencer en el escaparate al que todos miramos. Es nuestra atmósfera de seguridad, aquella que nos protege del remordimiento de conciencia cuando obramos mal a sabiendas. Han conseguido que normalicemos lo anómalo hasta desvirtuar el concepto de buena gente para las personas que dan los buenos días o saludan al cruzarse por la calle. Y no, nunca fuimos tan buenos como creemos. Sin necesidad de salvar el mundo en una tarde, ya nos hemos olvidado de hacer esas cosas sencillas del día a día que mejoran la convivencia y pueden hacer felices a las personas de nuestro entorno. Somos buena gente para nosotros mismos; para nuestros intereses somos excepcionales; para el colectivo, ganamos temporada tras temporada el trofeo de los insolidarios con el «ya bastante tengo con lo mío». Nos convertimos en corredores de comparativas a la baja, cometiendo sistemáticamente el error de sobrevalorar todo con un interés desmedido alejado de la realidad. Howard Gardner, el padre de las inteligencias múltiples, llegó a asegurar que «una mala persona no llega nunca a ser un buen profesional». Obviamente conozco a grandes profesionales en diferentes ámbitos que precisamente no son buena gente, por lo tanto, otro mantra bucólico que hay que descartar para evitar defraudar a los más ingenuos. A mí, personalmente, me gusta testar para hablar con propiedad, un ejercicio altamente arriesgado que a menudo no cumplo por falta de ganas. Existen diferentes tipos de test diagnóstico para detectar a las buenas personas en función de sus objetivos y actitudes. Podemos distinguir entre los test que nos validan si somos buenos oportunistas, y aquellos que nos informan de que verdaderamente estamos ante el prototipo de los justos y compasivos. Sea cual sea el resultado del examen, siempre existe la posibilidad de que seamos víctimas de simulaciones y podamos hacernos creer que el mundo es más indulgente. En estos casos es fundamental seguir atentamente las recomendaciones que esquiven los falsos negativos. El test para descubrir a los más honestos puede ser algo engañoso, sobre todo si la carga viral de buenas acciones es muy baja o han pasado más de siete días del inicio de la obra altruista. Estos test son patrocinados por la asociación de abuelas que cuidan a sus nietos y los ven siempre guapos, buenos y simpáticos, de ahí la objetividad de las pruebas. La valoración es siempre satisfactoria. Seguirán construyendo bancos en el supermercado para que las ancianas puedan sentarse; seguirán tocando los violines en el metro para amenizar el viaje; continuarán adoptando perros y gatos para hacer del mundo un lugar más justo; y las cartas seguirán escribiéndose en el lenguaje universal del amor, pero el mundo está lleno de buenas máximas que hace falta aplicar. Hemos admirado a presidentes corruptos, obispos abusadores y futbolistas defraudadores. Nada puede salir mal en una sociedad en la que todos nos creemos que somos buena gente. Las acciones importan más que las palabras.

@luisfeblesc

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