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Ánxel Vence

Crónicas galantes

Ánxel Vence

Casi nos gustan las señoras

Hay gente que desprecia a las mujeres, pero ese no es el caso de un concejal madrileño que el otro día quiso desmentir a quienes hacen correr el rumor según el cual los caballeros de Vox las odian. «En nuestro partido hay muchísimas mujeres, y de gran valía: casi tanta como la de los hombres», dijo Israel Díaz queriendo piropear de esta peculiar manera al sexo femenino.

Consciente de que algo no sonaba bien en la frase y quizá temeroso de la reacción de sus compañeras de partido –gente de armas tomar–, el edil no tardó en aclarar que había sido víctima de un lapsus; y sin duda le acompañaba la razón.

Sigmund Freud, que estudió como nadie estas cuestiones, explicaba hace ya muchas lunas que, efectivamente, el lapsus linguae viene a ser un resbalón de la lengua capaz de llevarnos a decir lo que en modo alguno queríamos decir, aunque en el fondo lo pensáramos. El subconsciente, que es un puñetero, le afloró al edil en el momento menos oportuno.

Mejor hubiera sido admitir, sin más, que a uno no le caen bien las mujeres por la razón que sea; aunque eso, cierto es, pueda prestarse a equívocos. Mayormente en un partido tan viril y bañado en testosterona como el que aspira a representar a la fracción más carpetovetónica de la población de España.

Mucho es de temer que lo que en realidad les molesta a los misóginos –de ese o cualquier otro partido– es el creciente papel que la mujer está adquiriendo en España, donde el número de universitarias supera ya al de universitarios varones, por citar solo un ejemplo entre tantos. De las vicepresidentas al mando, ya ni hablamos.

Quienes piensan, aunque no siempre lo digan, que la mujer es casi tan competente como el hombre, podrían estar echando en falta aquellos tiempos en que a las señoras se les reservaba en exclusiva la cocina, el cuidado de los niños y la limpieza del hogar.

La idea es tan antigua que ya ha sido superada –para peor– por el hecho irrefutable de que muchas mujeres acumulan ahora el trabajo fuera de casa a las faenas domésticas de toda la vida. A diferencia de los hombres, su horario laboral no conoce descanso ni libranzas de fin de semana.

Si, a pesar de esa situación de desventaja, las señoras empiezan a competir ventajosamente con los presuntos caballeros, es fácil entender que algunos de estos las miren con aprensión. Se conoce que a nadie le gusta la competencia, aunque venga de un sexo profesionalmente algo menos valioso, en su opinión, que el masculino.

Parece estar volviendo, en fin, una parte de aquella España vagamente islámica que tuvo su más acabada expresión en los tiempos del nacionalcatolicismo que sometía a las mujeres a confinamiento domiciliario. La mujer honrada, se decía entonces, debería estar con la pierna quebrada y en casa, su lugar natural.

Poco importa que esta misoginia tan rancia sea comparable en muchos aspectos a la que ejercen los talibanes recién devueltos al poder en Afganistán. Quizá ese remoto país no esté ideológicamente tan lejos de algunos que aquí ejercen tareas políticas y detestan por igual a los moros y a las señoras que se aprovechan de leyes poco masculinas como la de Violencia de Género. Ganas dan de pensar que los de acá y los de allá son casi iguales. O sin casi.

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