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OBSERVATORIO

Paradigma de política económica

Impuestos mínimos del 15% a las empresas multinacionales, aranceles e inversiones para luchar contra el cambio climático, tasas sobre las transacciones financiera internacionales, medidas para reducir la desigualdad, fuertes subidas del salario mínimo y políticas fiscales expansivas. Cualquiera de estas medidas, que habría sido considerada radical hace apenas quince años, forma ahora parte de la nueva ortodoxia postpandemia en política económica. Eran ideas que antes circulaban solamente en foros de debate marginales, a los que a veces se calificaba de antisistema o antiglobalización, y que jamás hubiera planteado un político o economista que quisiera ser tomado en serio. Hoy, sin embargo, están en boca de los dirigentes del Fondo Monetario Internacional, la OCDE o la Comisión Europea y encabezan los comunicados de los países que forman parte del G20.

Asistimos, por tanto, a un movimiento pendular, que ya se ha producido varias veces a lo largo de la historia del pensamiento económico, de reequilibrio en la relación entre el estado y el mercado. Tras décadas de hegemonía liberal e híperglobalización («El estado es el problema, el mercado la solución» decía Ronald Reagan al llegar a la presidencia de Estados Unidos), que se volvieron incontestables tras la caída del Muro de Berlín en 1989, se va abriendo camino una versión de capitalismo más domesticado, donde el énfasis en la sostenibilidad medioambiental y la reducción de la desigualdad económica se alzan por encima de muchas consideraciones de eficiencia.

Karl Polanyi, ya en 1944 en La Gran Transformación, advirtió de la inevitabilidad de este movimiento pendular. Afirmó que cuando el mercado se desancla del sistema social en el que opera, la obsesión por mantener el equilibrio presupuestario y de la balanza de pagos –que requieren políticas de austeridad– lleva a que se desoigan muchas demandas de la ciudadanía. Entonces es solo cuestión de tiempo que el aumento de la desigualdad y de la conflictividad social deslegitimen el sistema y aparezcan fuerzas políticas que lleven a un cambio en el que se reescriba el contrato social y se otorgue un mayor papel al Estado. Eso fue justo lo que pasó cuando el capitalismo primario de finales del siglo XIX dio lugar, tras las guerras mundiales y la Gran Depresión, al pacto social de inspiración keynesiana que ahora vemos resucitar en su versión post-moderna.

El actual cambio de paradigma comenzó a fraguarse tras la crisis financiera de 2008, que mostró la cara más amarga de la globalización (financiera) y devolvió al estado un papel primordial, al ser quien financió los rescates y estabilizó la economía. Pero, aunque la globalización siguió su curso, reduciendo la pobreza mundial y acelerando el crecimiento en los países emergentes y en desarrollo, aquel desplome financiero erosionó la legitimidad del modelo de capitalismo anglosajón, y las políticas de austeridad sembraron las semillas del descontento. A ojos de la población de muchos países emergentes, el poder de seducción del modelo individualista estadounidense cayó en picado, al tiempo que se reivindicaba la variedad de capitalismo de la Europa continental, en la que el colchón del estado del bienestar, aunque menguado, todavía tenía mucha más presencia (ahora, a su manera, lo reivindica el presidente Biden). Pero incluso en Europa, el desclasamiento de las clases medias dio alas a propuestas económicas más radicales.

La puntilla al consenso neoliberal la ha dado la pandemia, a la que se ha tenido que combatir como si se tratara de una invasión extraterrestre. Los gobiernos de todos los colores políticos han sacado toda la artillería del Estado para doblegar a un adversario invisible, conscientes de que el mercado poco podía hacer para suministrar apoyo a quienes estaban obligados a confinarse, asegurar suministros esenciales en grandes cantidades o acelerar el desarrollo de las vacunas, que se han producido en tiempo récord gracias tanto al dinamismo del sector privado como a la poco visible inversión pública en investigación básica.

La pregunta, ahora, es en qué quedará finalmente este nuevo paradigma. Tras la experiencia traumática de la pandemia, los ciudadanos seguirán reclamando a sus gobiernos más seguridad y protección, tanto sanitaria como, sobre todo, económica. La desigualdad y la pobreza posiblemente se verán incrementadas por las cicatrices de la crisis económica y deberán ser reducidas. Y afrontar el reto climático requerirá mayores niveles de inversión e intervención públicas, incluidos aranceles verdes. Por último, los países occidentales ven con preocupación el auge de China, en el que el papel del Estado en la economía es omnipresente. Esto supone que podemos esperar una vuelta del activismo público en política industrial, algo más de proteccionismo para defender de la competencia sectores considerados estratégicos (especialmente en tecnología), desconfianza de algunas inversiones extranjeras y cierta revisión de las cadenas de suministro globales para reducir su vulnerabilidad. Vienen, por tanto, décadas con más impuestos, más regulación y cierta corrosión de la globalización. Hasta que llegue el próximo movimiento pendular y se forje otra nueva ortodoxia.

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