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Juan Cruz Ruiz

TESTIGO DE CALLE

Juan Cruz Ruiz

Mauro señalando el cielo de La Palma

Casi llorando celebraron dos grandes periodistas, Javier Rodríguez, de la Ser, y Paco Moreno, de la Televisión Canaria, los premios Ondas que recayeron en el enorme trabajo que uno, ante los micrófonos de Radio Club y de la cadena a la pertenece, y el otro al frente de la impresionante cobertura que su medio ha hecho del drama que no cesa, llevan haciendo para que el mundo entero sepa cuál es el drama inmenso que sufre esta hermosa isla del cielo y de la tierra.

Otros periodistas, la mayoría de ellos con la intención de contar y no de alarmar o cebarse en lo que no existe de veras, sino que es el peor ruido del periodismo, lo sensacional y lo inventado, han ido dejando metáforas llenas de la emoción que ofrece la realidad desnuda de este desastre que hiela el ánimo. Los que no hemos estado y somos periodistas tenemos la espina profesional de la ausencia, que es también una suerte de pena por no haber podido contar lo que sucede. Pero esos profesionales, los premiados y los que también merecen reconocimientos, han ido llenado páginas y miles de horas de testimonio de algo que parece cruel y fantasmal y es también duro y extraordinario.

En este tiempo que sigue pasando como la ceniza me acuerdo de algunos amigos palmeros, a los que con frecuencia llamo por saber de su ánimo y de su información, y hay uno al que molesto con más frecuencia, y él me responde con su paciencia palmera cada vez que le pregunto cómo va el ánimo. Un palmero como él jamás traslada el ánimo para que tú enmudezcas ante el decaimiento. De estos palmeros, los que conozco y me cuentan, y también los que hablan por las radios, en la prensa o por la televisión, admiro la actitud común: no es resignación, es pura información de los estados de ánimo y también del estado de ánimo de la tierra, esa explosión roja que como un martillo despiadado los tiene despiertos y alerta, solidarios y enteros. Veo gente que viene y va con sus enseres, escapando de esas lenguas despiadadas, buscando casa en otros lugares, haciendo recuento minucioso de todo lo que han perdido, pero siempre con la entereza que parece hecha de los árboles de La Caldera.

Ese palmero al que me voy refiriendo es Mauro Fernández, que en un tiempo fue uno de los que trajo la luz a la isla, y que cada día, por las noches, cuando puede, se va a las estribaciones de esa montaña roja como de sangre de la que brota la lava y sacude su contenido que parece un animal manso que se desplaza sin cesar por sitios donde antes hubo vida y ahora no hay ni esperanza. Con la paciencia que lo habita, Mauro da el parte a los amigos. Es, por decirlo así, un arquitecto de la esperanza palmera, alguien que no declara nunca derrota, sino que descubre en cada paso del volcán, con realismo, las consecuencias que tiene para sus amigos, sus parientes, para él mismo, esa nueva destrucción causada por ese animal suelto que es el volcán.

Para un trabajo que hice hace algunos años le pedí a Mauro que me acompañara por La Palma, y ahora que están pasando todos estos sucesos que causan desazón o llanto lo recuerdo caminando, desgranando logros palmeros por los senderos que, en tiempos de mayor paz, ha ido desbrozando como quien visita parientes. Me enseñó, llegando a la capital, el lugar donde nació la primera escuela laica de la isla, en 1794, o el primer ayuntamiento democrático de España, en 1774, o en La Caldera me obligó a ser valiente y a desafiar los barrancos para demostrarme a mi mismo y demostrarle a él y a quienes me acompañaban que yo era hijo verdadero de otro barranco, éste en el norte de Tenerife. Esa Caldera, que debería tener en algún sitio un monumento a su mejor conocedor, este Mauro de Las Breñas, es como un milagro sinuoso de la naturaleza, algo así como un refugio del aire, un lugar donde vivir renaciendo. En la capital, junto con amigos muy queridos, Pilar Rey y Antonio Abdo, y Malula, la mujer de Mauro, éste estuvo contando de La Palma y la Revolución francesa, que aquí llegó por mar, de la Virgen de las Nieves y de sus tradiciones, de la creación de la Cosmológica y de la cultura que aquí ha desembarcado, hasta que desembarcó el más audaz de sus acontecimientos, el telescopio del Roque de los Muchachos, que ahora está amenazado también por la ceniza…

Ese fue para mi un viaje extraordinario, pues no hay mejor manera de descubrir un sitio, un país, una isla, incluso una persona, que de la mano de quien verdaderamente tiene amor por esos lugares o por esa gente que los habita. Ese trabajo tenía que acabar, pues era como un reportaje para un libro que hice por amor a las islas, a cada una de ellas, a su estructura ósea pero también a su espíritu, indómito el de algunas o tranquilo, paciente, el de otras, y también apesadumbrado a veces. En este libro dejé escrito algo que hablé con Mauro al final del trayecto y que hace unos días volví a leer con el alma atragantada por el estupor y la pena. Con el permiso que doy por descontado, me limito a recoger aquí esa coda de mi viejo viaje a La Palma con Mauro.

Decía allí que La Palma es paisaje, ese paisaje que ahora se rompe en cristales de fuego, una soledad cantada por los senderos innumerables, anfiteatros que parecen cunas de luz. Ante ese paisaje, decía en aquel trabajo, Mauro me señaló un monolito de piedra. «Se dice», contaba él y yo recogía, «que si se cae el monolito se derrumba la isla».

«Si se cae el monolito se derrumba la isla», y añadí para terminar: «Le creo, porque en La Palma todo es verdad. Y la verdad viene del cielo, como la isla».

Cuando la isla empezó a temblar, y a llorar la tierra, y a ensombrecerse el cielo por esa nube de trueno, me encontré con esos párrafos, y entonces no le dije nada de lo que él me había dicho entonces. Sólo le mandé un abrazo. Su generosidad viene de la paciencia, la fortaleza increíble de estos palmeros.

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