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sol y sombra

La factura sentimental

El sentimentalismo consiste en aspirar a disfrutar de todas las ideas y los placeres sin consecuencias. Hace falta un ejercicio ese tipo para racionalmente convencerse de que el hachazo a las eléctricas supondrá el abaratamiento del recibo de la luz. Nadie ha explicado aún con la suficiente claridad el efecto de esta carambola, excepto que el dinero se quita de un sitio y presumiblemente se pone en otro para aliviar una carga. Efectivamente, creo como sostiene Sánchez, que las empresas pueden permitirse un recorte de sus beneficios extraordinarios por la crisis energética. Pero como se trata de una medida fiscal también extraordinaria, no me parece, en cambio, que resuelva el gordo problema estructural. Los millones que se detraerán, según se ha dicho, para contener las abruptas subidas y abaratar la factura serán un parche.

España tiene que procurarse, dentro de los límites de la normativa impuesta por la UE, un marco estable de precios tanto para las empresas como los consumidores y también reclamar mecanismos de compensación de las autoridades europeas. El Gobierno se ha echado a dormir en esta materia y en estos momentos actúa agobiado por los sondeos que le auguran un tránsito complicado y una legislatura más que tortuosa en cuanto a índices de impopularidad, salvo cuando la interpretación demoscópica corre a cargo de Tezanos y el CIS. Por esa razón, Sánchez se está dejando entrevistar más que nunca por el periodismo cortesano para repetir como un lorito que el recibo de la luz bajará hasta situarse aproximadamente en los niveles del que se pagaba en 2018, que por cierto no era nada barato.

Corriere della Sera ha publicado que España, Italia y Portugal pagan la factura eléctrica más cara de Europa. No hace mucho leí perplejo en un reportaje del semanario portugués Expresso cómo vecinos lusos de la regiones limítrofes con España, Alentejo o las Beiras, se mudaban al lado español para, desesperados, beneficiarse, entre otras ventajas, de una electricidad más barata. Ay.

En febrero de 1966 las trabajadoras de la Fábrica Nacional Herstal, de Bélgica, dijeron basta y se declararon en huelga. No estaban dispuestas a continuar cobrando un 26% menos que los hombres por hacer el mismo trabajo. Las 3500 obreras abandonaron su puesto de trabajo de aquella empresa, que era una de los más importantes del país, y se conjuraron para no volver hasta que no fueran escuchadas sus reivindicaciones resumidas en un eslogan: À travail égal, salaire égal. La protesta se prolongó hasta mayo y contaron con la solidaridad de los hombres, que no aceptaron ocupar los puestos de trabajo de las huelguistas.

Dos años después llegaba Mayo del 68 y los movimientos feminista y sindicalista europeos enarbolaron la bandera de la igualdad salarial. El continente vivía en plena efervescencia revolucionaria y parecía que se podrían cambiar las cosas. La realidad, sin embargo, es tozuda.

El problema no se limitaba sólo al mercado laboral, porque el perfil de las personas trabajadoras estaba (y aún está) condicionado por el sistema educativo y la organización social. Las mujeres no tenían acceso a la educación superior de la misma manera que los hombres y, además, la sociedad esperaba de ellas que ocuparan otros roles. Todo el mundo daba por supuesto que las tareas del hogar y la crianza eran cosa suya.

Y si esto ocurría en países democráticos no es necesario entrar en detalles de lo que pasaba en España porque, como bien saben nuestros lectores, uno de los pilares fundamentales de la dictadura franquista era la estructura social tradicional. Durante la Transición esto comenzó a cambiar y los movimientos feministas aparecieron por todas partes. En algunas ciudades incluso las asociaciones vecinales tenían una vocalía de la mujer y se implicaban en cuestiones que hemos tratado en este mismo espacio, como la ley del aborto.

Ahora bien, según la historiadora Mary Nash, durante la década de los ochenta, tanto aquí como en el resto de Europa, el feminismo perdió fuelle porque se institucionalizó. Por ejemplo, en Francia, en 1981, el presidente François Mitterand creó un ministerio para los derechos de las mujeres y en España, en 1983, con Felipe González en la Moncloa, se fundó el Instituto de la Mujer. Paralelamente, se fueron desplegando una serie de iniciativas legislativas que buscaban asegurar la igualdad de oportunidades. Dio la sensación de que, con el liderazgo de la administración pública, todo se arreglaría. Además, la precariedad laboral también frenó las reivindicaciones. Las mujeres siempre han formado parte de los sectores más vulnerables de la ocupación y muchas trabajan en sectores vinculados a la economía sumergida, donde son fácilmente sustituibles por otros si no aceptan las condiciones del mercado.

En definitiva, una cosa es la teoría que aparece en las leyes y los discursos políticos y otra la realidad, seguramente porque ellas no han tenido acceso a los puestos de toma de decisiones. Solo hay que contar cuántas mujeres presidentas de gobierno o líderes sindicales ha habido. Cero.

Mientras tanto, las diferencias salariales han continuado existiendo. En febrero pasado, justo al cumplirse el 55 aniversario de la huelga de las obreras belgas, el Gobierno español presentaba un informe donde lo admitía. Están especialmente discriminadas las de más de cincuenta años vinculadas a las actividades sanitarias y los servicios sociales; pero también las que se dedican a actividades profesionales, científicas y técnicas. Las primeras cobran un 22,3% menos y las segundas un 18,7%.

Y eso que el artículo 14 de la Constitución dice literalmente que los españoles son iguales ante la ley, sin que prevalezca discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social. A pesar de que la clase política se llena la boca hablando de la Constitución, la brecha salarial sigue existiendo. Las nuevas generaciones de mujeres que se incorporan al mercado laboral lo saben mejor que nadie. Les tocará estar alerta para que no haya una reinstitucionalización del nuevo feminismo y les pase lo mismo que a sus predecesoras.

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