Nunca olvidaré el día que picaron mi Etrusco Unico. Aquel animal con la camiseta Meyba de Koeman reventó mi joya de orfebre contra una púa de palmera. Un regalo de casi 8.000 pesetas que se fue al carajo, porque tener en los noventa un Etrusco Unico era sinónimo de poder y status en esas canchas tan complicadas que tenemos en los institutos. Era como conducir un mercedes o un BMW frente al Seat Panda de toda la vida que podía ser un Mikasa o un Adidas Tango; éramos los reyes del recreo en una cancha que necesitaba líderes. El autor material se llamaba Baute, una mezcla entre el personaje de la serie Campeones Clifford Yuma y el defensa serbio del Real Madrid Predrag Spasić. Jamás reparó el ultraje y el escarnio al que nos sometió a la panda de imberbes que dominaba el medio campo de aquel teatro de los sueños. Bien es cierto que las relaciones diplomáticas entre Octavo de EGB y Tercero de BUP no eran las mejores, pero las voluntades de cada una de las partes beligerantes y los armisticios de palabra nos permitían llegar a acuerdos para frenar ocasionalmente las hostilidades, caso que no ocurrió ni respetó el carnicero de Baute. Se saltó la legalidad vigente para imponer su condición de superioridad en la selva cotidiana de aquel edificio de piedra verde y azul. No se hacen una idea de la soledad que supuso poner fin a nuestro Etrusco, a esos días sin balón, porque los fariseos de Tercero nos dejaron solos. Decía el código popular que «el que pica, paga», pero nadie, a día de hoy ha rendido cuentas por aquel episodio. Lo mismo han hecho con Afganistán. Les regalaron el balón de la vida, dejándoles jugar hasta que los magnates que ponen los pies en la mesa, aquellos que fuman puros mientras dirimen el devenir del mundo, picaron la pelota. Los abandonaron a su suerte, los dejaron de lado, porque en el mundo siguen pinchando balones a los pobres y nadie levanta la voz. Afganistán es una enfermedad silenciosa, permanente, dominada por los intereses que todavía no llegamos a entender. Afganistán es un cuadro terrible de la Edad Media que inunda la poca humanidad que nos queda. La BBC contaba hace pocos días las similitudes de la Kabul actual con la Saigón de hace 46 años. El artículo dejaba claro una realidad casi atemporal convertida en metáfora: «Un solitario helicóptero de Estados Unidos sobrevuela la capital de un país tomado por el rápido avance de una fuerza insurgente. Las embajadas extranjeras son evacuadas. En las calles reina el caos mientras civiles, atemorizados por las posibles represalias del nuevo gobierno que se impone, intentan desesperadamente abandonar el país en los últimos vuelos disponibles». Lo mismo sucedió y sucede en ambas ciudades. Washington y sus aliados siguen pinchando balones en medio mundo, porque contra los pobres los árbitros no sirven para nada. Y muy cerca de la indecencia, rozando la línea que marca lo miserable de la criminalidad, emergen los cientos de odiadores a los que sorprendentemente se les permite tener cuenta en Twitter. Estos últimos días han expulsados bilis despreciable para atacar a los civiles afganos, a las mujeres, niños y niñas víctimas de un sistema donde todos son culpables. Da miedo pensar que existan personas incapaces de sentir la más mínima empatía. A mí nunca me devolvieron la pelota, jamás me pidieron perdón por semejante desprecio, sin embargo, tuve la posibilidad de comprarme otro balón y seguir jugando. Hiciera frío o calor, podía permitirme competir en esos torneos de instituto donde nos jugábamos el tiempo de ocio y nuestra reputación. En Afganistán acabaron con la vida de inocentes; sí, los salvadores del mundo los dejaron tirados a su suerte. No pudieron comprar otro balón. Su historia es la de una verdad incómoda, imposible de expresar en un artículo metafórico repleto de hipérboles y símiles imposibles de equiparar al sufrimiento del pueblo. Su historia es la vergüenza de todos. Algún día pagarán por tanto.

@luisfeblesc