La derecha se recompone del fiasco de Cataluña como suele, sin asumir la más mínima responsabilidad.

En el PP, Casado y García Egea culpan del desastre a Bárcenas y a Rajoy y al apuntador si se tercia, se lavan las manos y ponen en venta Génova 13, porque –dicen– les avergüenza hospedarse en unos despachos reformados con dinero sucio. Vaya, vaya, a buenas horas... andan Casado y su compi como borrachitos de madrugada, antes de que hubiera toque de queda: anteayer descubrieron el catalanismo, y ayer se atrevieron a insinuar que la policía se pasó el uno de octubre con tanto bastonazo. La campaña dura un poco más y estos dos se nos ponen a cantar al unísono Els segadors… Han desconcertado a sus poquitos votantes, y ahora a sus afiliados con el anuncio del abandono de la sede popular, que ayer cogió por sorpresa hasta al último de los directivos y funcionarios del partido. Esa ha sido la mejor ocurrencia de estos lumbreras para despistar la derrota. Casado se refugia en el limbo de una escapada, la huida de un pasado que considera no le atañe. Pero le atañe. Aunque no fuera uno de los predilectos de Rajoy, y se ganara su puesto a pulso y contra la candidata del gallego. Le atañe porque la corrupción del PP fue sistémica y favoreció a tantos que era imposible no verla. Casado tiene derecho a intentar apartarse de toda esa porquería, pero hasta en eso hay que conservar la coherencia. Todo este teatro de arrepentimiento suena básicamente a patraña. Quizá le habría funcionado con ocho o diez diputados en Cataluña, pero con tres resulta un esfuerzo vano para ocultar el destrozo. Tiene razón Cayetana Álvarez de Toledo cuando recuerda que la culpa de este desastre del PP no es de Bárcenas ni de Rajoy. Eso es lo que da de sí el PP.

En Ciudadanos es aún peor: el partido se ha volatilizado en su feudo de origen, y aquí no pasa nada. Inés Arrimadas no ha entendido una higa por qué sus votantes se fugaron en desbandada, al PSOE los más moderados, y a Vox los cabreados. No ha entendido doña Inés que cuando se gana unas elecciones hay que intentar gobernar, y cuando se pierden hay que hacer lo que hizo su antiguo jefe Albert Rivera, coger puerta y despedirse. Arrimadas dio la vuelta al calcetín de la política de Rivera, quiso enterrar la ominosa foto de Colón, pero debió retorcer esa vuelta al menos un par de veces, porque ahora está en el mismo sitio, la nada. Se apresta a resistir en el vacío sin aceptar tampoco culpa alguna en lo ocurrido, salvando de la quema los escasos restos de su equipo, negándose a la más mínima autocrítica y blindándose contra la disidencia interna. A pesar del clamor de los que quedan, ha decidido mantener como guardia vicaria a Cuadrado y Espejo, dos avispados linces cuando se trata de perder.

Y luego están los de Vox, tan felices de haberse conocido, contentos de crecer un par de puntos sobre la imposibilidad metafísica de importar algo en la política real. Son el regusto rancio de una derecha orgullosa y sin complejos, antigua, menos incomprendida que incomprensible en la España de hoy, una derecha que no gobernará nunca el país, ni dejará nunca que otra derecha lo haga. Peste de derecha fatua, inútil, petrificada, infantilizada, incapaz de fajarse con las complejidades de la política de hoy, instalada en su propia mitología.

Esas son nuestras tres derechas. Hacen parecer mucho mejor de lo que es a la peor izquierda de toda la democracia.