Justo el primer día del año que ahora acaba, el 1 de enero de 2020, las autoridades sanitarias de Wuhan ordenaban la clausura del mercado de mariscos de la ciudad de Huanan. Una noticia que se enmarcaba en el resto del mundo como un exotismo ajeno. Siete días después la Organización Mundial de la Salud daba un nombre provisional a la causa: 2019-nCov. Y dos después reportaba el primer muerto, un hombre de 61 años.

Antes de terminar el mes comienzan a reportarse casos en Tailandia, Japón, Estados Unidos y Francia. El 30 de enero la OMS declara la emergencia internacional de salud pública.

Pero en Europa seguía siendo el mismo exotismo ajeno. El 11 de febrero, que es el mismo día que la OMS le asigna su nombre definitivo, covid-19, se recibe en España el primer impacto directo, cuando la patronal mundial de operadores de telecomunicaciones, GSMA, anunciaba que suspendía el Mobile World Congress de Barcelona, el más importante del mundo y que supone para la capital catalana una catástrofe económica. Las reacciones a la noticia de las autoridades estatales y autonómicas son de incredulidad, aludiendo a que no existía ninguna justificación sanitaria que avalara la cancelación de la cita.

No era solo una posición política. La publicación Revista Médica recogía la reacción de prestigiosos especialistas en la materia, como Benito Almirante, de la Sociedad Española de Enfermedades Infecciosas y Microbiología Clínica, asegurando que el riesgo de coronavirus en España era muy pequeño y que no podía parar el mundo.

Pero el exotismo ya estaba aquí. El planeta paró. Y lo hizo en seco.

El 13 de marzo el presidente Pedro Sánchez comparecía en directo ante todo el país para anunciar la convocatoria para la mañana siguiente de un consejo de ministros extraordinario para decretar el estado de alarma, “un instrumento de nuestro estado de derecho recogido por nuestra Constitución para enfrentar crisis tan extraordinarias como la que desgraciadamente está sufriendo el mundo y también nuestro país”.

El sábado 14, las calles se vaciaron mientras los hospitales se iban colmatando. Se suspendieron encuentros culturales y deportivos. Bares y restaurantes echaron el cierre. Al lunes siguiente le tocaría el turno a escuelas, colegios, institutos y universidades. Se rescataron términos como confinamiento y cuarentena, hidrogel y distancia social.

Esto a ras del suelo. Porque la otra versión de la debacle para Canarias en particular se localizaba en los cielos. El mapa en tiempo real de Flightradar 24 volcaba el asombroso vacío del tráfico aéreo. El cordón económico de las islas quedaba roto.

Según la Universidad Johns Hopkins la pandemia se ha cobrado hasta estos últimos días de 2020 la vida de casi 50.000 españoles. Canarias ha sufrido la hecatombe con casi 400 fallecidos y más de 25.500 contagiados. Esta es sin duda la peor parte del episodio, pero no la única.

En las islas más del 50 por ciento de su población se encuentra o ha pasado por un ERTE como consecuencia de un tejido económico vinculado tan estrechamente a un sector turístico que registra la pérdida de un 80 por ciento de sus visitantes.

Pero de forma paralela los estados han derramado cantidades ingentes de dinero a la investigación de un cortafuegos. Científicos de todo el mundo han volcado en bancos de datos abiertos los avances en el estudio del coronavirus, diseccionando sus características para combatir su expansión y paliar sus efectos.

Un planeta hiperconectado ha logrado en tiempo récord, en menos de un año, no una, sino varias vacunas que abren la ventana a un tiempo nuevo.

De igual manera, Canarias debe entender este retroceso como una lanzadera para coger fuga. Si algo se ha aprendido es que cuando los recursos se destinan a un bien común y se recurre a la ciencia, a los expertos y a la investigación cualquier cosa es posible. Hasta las quimeras.

Canarias conoce sus debilidades y por tanto sus consecuencias, pero también sus enormes potencialidades. Entendido así, 2020 como un año del conocimiento, en el que la población mundial ha despertado de golpe del falso sueño de la hiperprotección en la que creíamos vivir, las islas deben ahora velar por maximizar sus recursos y darles la vuelta.

El Archipiélago deberá replantearse la diversificación económica, sí, pero sin dejar de lado un sector en que es potencia mundial, con más de medio siglo de experiencia, con las infraestructuras intactas, su paisaje y su clima inalterado y el saber hacer de sus profesionales.

El covid también ha enseñado el efecto negativo de la acción humana en la naturaleza, y esto convierte la protección del medio en el objetivo prioritario, implantando en todo el sistema económico establecimientos más eficientes, que a su vez tiren de una mayor implantación de energías renovables y de la apertura del I+D en un sector al que le queda un largo recorrido para diseñar el turismo del siglo XXI.

A lo largo de su historia Canarias ha sufrido ataques piráticos, hambrunas, bloqueos, plagas y enfermedades y siempre ha salido adelante por el tesón isleño. Hoy, además, ofrece la baza de la seguridad en sus calles y de una red sanitaria sin competencia en otros destinos turísticos de renombre, y en los próximos años, tras la experiencia de este 2020 que al contrario del común no debemos olvidar, estos dos aspectos serán fundamentales para convertirse en un referente con mayúsculas. Sin duda, el apelativo de las Afortunadas continuará vigente.