Desde el principio esta pandemia se ha cebado con los más débiles entre los débiles: enfermos y ancianos; éstos últimos por tener dolencias acumuladas que la edad atesora, como atesora otras cosas. Y si además se concentran dolientes y dolencias en un mismo lugar, la enfermedad, cual fiera, no suelta su presa. Más de uno –no solo responsables políticos– se cuestiona ya algunos de esos establecimientos residenciales que desde los años 70 vienen a cubrir la atención a los mayores que esta sociedad, a ritmo revuelto, no puede o no sabe atender de otro modo. Y ellos, los residentes, aquellos cuya capacidad todavía es toda lucidez, están dando una lección de valentía y dignidad para afrontar la adversidad que solo los años producen. A veces nos olvidamos que «tener satisfechas las necesidades básicas de tipo biológico» no basta; la marginación social duele más que la enfermedad; es reprobable la «muerte social», porque sin duda «el principal deseo de los ancianos ha sido y es vivir el máximo tiempo posible conservando en la comunidad los roles que dan sentido a la vida humana: vivir mientras la vida valga más que la muerte». Pese a todas las bondades que puedan brindar los mejores centros y los mejores profesionales, algo falla. En una entrevista maravillosa la científica premio Nobel de medicina Rita Levi-Montalcini, cumpliendo 100 años (murió a los 103 en el 2012) sostenía que estaba «estupenda. Sólo oigo con audífono y veo poco, pero el cerebro sigue funcionando. Mejor que nunca. Acumulas experiencias y aprendes a descartar lo que no sirve»; ella quería vivir mientras pudiera pensar, con el optimismo y la coquetería por bandera; y eso que judía, cuando joven en un país fascista, no lo tuvo fácil.

En las ancestrales culturas campesinas ágrafas los viejos eran los portadores del saber. Se les cuidaba y respetaba en sus casas, sus tribus y sus poblados. La ancianidad era sapiencia, vehículo de la cultura, eslabón necesario. Se les suponía investidos de prudencia, autoridad y sabiduría. Algunos pueblos asumían su inmolación final auto infringida para preservar a la comunidad. En la antigua Grecia, donde superar los 50 años era una rareza, el prestigio de la vejez se mantenía y por ello se crearon lugares donde vivir y a donde se acudía para consejo y conocimiento. La longevidad era sin duda una recompensa divina. Vitruvio, el arquitecto, describe «la casa de Creso, destinada por los sardianos a los habitantes de la ciudad que, por su edad avanzada, adquirían el privilegio de vivir en paz en una comunidad de ancianos a la que llaman Gerusía». En unos momentos más que otros el «consejo de los senadores» era un recurso habitual. En función de la vitalidad precisa para las empresas, el poder de la gente de edad era más o menos apreciado. La poderosa Roma, de pueblos tan diversos, configuró un derecho cambiante en función de los territorios que iba controlando. «El Derecho Romano tipificaba la figura jurídica del “pater familia” que concedía a los ancianos un poder tal que catalogaríamos de absoluto». Situación de privilegio del hombre viejo con poder frente al desprecio a la mujer vieja. El Imperio, joven y vigoroso, hizo que «los más viejos cayeran en el desprecio y sufrieran los rigores de la vejez». Antes Marco Tulio Cicerón (106-43 a.C.) elogió el arte de aprender a envejecer en su «De Senectute», un ensayo a modo de diálogo. Repasa carencias y aboga por asumir el buen vivir. Si no se ejercen ya ciertos placeres, la naturaleza sabia quita el deseo; el consejo, la autoridad y la opinión son cosas todas de las que la vejez, lejos de estar huérfana, prodiga en abundancia. Y respecto a la decadencia de fuerza física o la enfermedad ¿quién está libre de ellas? «Es preciso llevar un control de la salud, hay que practicar ejercicios moderados, hay que tomar la cantidad de comida y bebida conveniente para reponer las fuerzas, no para ahogarlas. Y no sólo hay que ayudar al cuerpo, sino mucho más a la mente y al espíritu. Pues también estos se extinguen con la vejez, a menos que les vayas echando aceite como a una lamparilla». ¿Quién duda?: «Si no vamos a ser inmortales, es deseable, por lo menos, que el hombre deje de existir a su debido tiempo». Pese a sus contradicciones personales, el argumentario del estoico Cicerón ha permanecido como un alegato a favor de la vida en toda su trayectoria.

La dignidad de la vejez

Los siglos guerreros del medievo quemaban pronto la juventud. Los que podían llegar a viejos y disponían de medios se retiraban a monasterios y conventos, buscando la paz con Dios. Como siempre los pobres sufrieron con rigor las desgracias casi con independencia de la edad o la época. Dicen que las grandes epidemias de la modernidad XVI-XVIII (peste o viruela) se ensañaron más con los jóvenes que eran más por otro lado. El conocimiento adquirido de los veteranos en los negocios los convirtió en recurso para las grandes gestas comerciales globales modernas. Siempre, en todo tiempo y lugar, la religión, las creencias tendieron a amortiguar la certeza de la muerte, definiéndola como un paso más a otra existencia diferente y mejor.

Hace unas décadas, Simone de Beauvoir (1908-1986) en su tratado «La vejez» (1970) denunciaba que al capitalismo «solo le interesa el ser humano en la medida en que rinde. Después se le desecha» y la ideología imperante tacha de su vocabulario la palabra muerte y la etapa que le precede por lo que no sabe cómo gestionarla; peor en las mujeres. Esta debilidad se ha agudizado. Hay una rebelión contra la percepción del envejecimiento: «La vejez es un asco, diga Cicerón lo que se le antoje» escribía enfadado con la suya un ilustre académico. Y tal vez esa rebelión sea un síntoma benéfico de la vitalidad que perdura pese a la edad. Acudir a una tertulia, reunirse con los amigos para debatir la actualidad, la partida diaria son parte de la cotidianidad deseable. Tal vez los gobernantes deberían prestar más atención a lo que dicen que quieren los viejos. Con frecuencia resulta harto problemático rebatir los razonamientos con mesura, experiencia y conocimiento que la edad trae aparejados. En «El disputado voto del señor Cayo» Miguel Delibes retó a quienes querían captarlo.

Está tan arraigado el «culto a la juventud» que se nos ha ido a todos la mano a la hora de valorarla y percibimos su pérdida como una tragedia. Tan es así la cosa que, excepto en la decrepitud física manifiesta, nadie asume su vejez, porque ésta se identifica con la dependencia. Pero sumamos equívocos: los padres son «amigos de sus hijos» porque se sienten jóvenes. Ahora no importa lo que se es sino lo que se siente; falacia extendida. Como advertía un viejo filósofo «¡sea usted madre de su hija, señora, que amigas tiene más!». Verdad indiscutible es que afortunadamente hoy una persona (por quitarle el género) de 70 u 80 años no tiene la misma existencia visual ni física que hace medio siglo. Ha mejorado la calidad de vida y la longevidad; se incentiva posponer la jubilación. Aun así, se ha instalado un «queremos que nuestros mayores estén bien», pero «ahora me toca a mí» que denota un desprecio al valor acumulado de la experiencia, básica en el presente y pilar del futuro. «Advertid, hijo, que son las canas el fundamento y la base a do hace asiento la agudeza y la discreción» escribía Miguel de Cervantes (1547-1616), fallecido a punto de completar siete décadas, una edad más que respetable entonces. Cierto que no todas las opiniones sirven por eso de ser pronunciadas por gente «mayor», ya que, siguiendo de nuevo a Cicerón, «los hombres son como los vinos: la edad agría a los malos y mejora a los buenos». Pues escuchémoslos más y tutelémoslos menos. Tal vez sea mejor.