El taxista y yo íbamos callados, cada uno dentro de su cabeza. Dos cabezas, pensé, tan semejantes, y en las que sin embargo podrían anidar ansiedades dispares, lo mismo que en el interior de dos ataúdes idénticos podría haber difuntos diferentes. En esto iba pensando yo, en la cabeza como una despensa inagotable de inquietudes, cuando el taxista me miró a través del espejo retrovisor para decirme.

-Perdone que le haga esta pregunta: ¿Usted ha pensado alguna vez si es bueno?

-¿Si soy bueno?

-Sí, si tiene o no tiene bondad.

Callé unos instantes. Jamás me había hecho esa pregunta, pues daba por supuesto que sí, que era bueno, que tenía bondad.

-No sé -dije al fin-. Así, de forma consciente, no me lo he preguntado nunca.

-Yo tampoco -replicó él-, hasta esta mañana. Me he acordado, no sé por qué, de mi padre, que era un hombre muy bondadoso, y me he preguntado si me parezco un poco a él en eso.

-¿Y se parece?

-No, no me parezco. Vamos a ver, no es que sea malo de remate, pero tengo ese tipo de maldad que consiste en no haberme preguntado nunca si soy suficientemente bueno.

-Ese tipo de maldad nos afecta a todos, creo yo.

En esto, llegamos a destino y hubimos de suspender aquella rarísima conversación. Abandoné el taxi confundido por algo, no sabía por qué, hasta que me vino a la memoria un recuerdo muy antiguo: mi padre me había prometido un regalo si me portaba bien con mi madre mientras él emprendía un viaje de trabajo de varios días. A su vuelta, cuando le reclamé el regalo, me preguntó si había sido bueno y me exigió que le respondiera con sinceridad. Yo hice un breve examen de conciencia y deduje que había sido malo, pero decidí mentir.

-He sido bueno -dije.

Mi padre me dio el regalo y yo me retiré a mi habitación con grandes remordimientos de conciencia. El regalo, cuando abrí el paquete, resultó ser un diccionario. El diccionario que quizá me hizo escritor a partir de aquella mentira fundacional.