Mirar para otro lado es el acto cotidiano que abre los brazos a una indiferencia muy peligrosa. El caldo de cultivo del odio al extraño, al que viene sin nada que perder, salvo la propia vida, es un muro imaginario que construimos en silencio. Lo que no molesta, porque no respira a mi lado ni se mete conmigo, pasea por mi calle como si hubiese venido teletransportado desde un universo alternativo.

Se hacen invisibles a nuestra mirada provinciana, esperas que se esfumen, por algún arte mágico, del mismo modo en que aparecieron.

El Ensayo sobre la ceguera de Saramago, un contagio colectivo que inunda los ojos de blanco es la metáfora de una sociedad ciega que condena a los cegados, por puro pánico a la enfermedad que ha creado y se niega a ver. No me importan los negros si yo no soy negro, no tengo problema con la situación en África mientras a mí no me toque esa sucia y lejana realidad.

Pero el continente vecino de Canarias sigue ahí, un granero de posibilidades estratégicas, unas élites locales corruptas tras los sucesivos procesos de colonización y descolonización, una bomba de millones de jóvenes cada vez más informados sobre el unicornio del bienestar que espera al otro lado del mar.

Hemos pasado demasiado tiempo ignorando lo que sucede a nuestro alrededor, en esta burbuja paraíso, como si nunca nos fuese a afectar. La nueva complejidad de la globalización trae por igual a virus pandémicos que a nómadas digitales, a turistas que escapan del frío que a seres provenientes de galaxias hambrientas. Si no tomamos verdadera conciencia de esto, nos acercaremos a toda velocidad a aquello de lo que más queremos huir.

Si escurrimos el bulto, si no nos plantamos con una sola voz, el futuro de Canarias dejará de pertenecernos.

Así de claro.