Como se esperaba, el Supremo decidió ayer confirmar la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña que a finales del pasado año condenó a Quim Torra a pagar una multita de 30.000 euros y a un año y medio de inhabilitación para el ejercicio de cargos públicos y el desempeño de funciones de gobierno. El Supremo acordó por unanimidad de sus doce miembros rechazar la casación interpuesta por Torra, estableciendo que el honorable desobedeció contumaz y obstinadamente a la Junta Electoral Central, al negarse a retirar de las fachadas de los edificios públicos catalanes los carteles pidiendo la libertad de sus colegas presos por el procés. Ayer, un emocionado Torra se despidió de la basca pidiendo la ruptura democrática de los catalanes con España, acusando al rey de cobardía por su incomparencia (otro tanto a apuntarse por el honorable nuestro), y dejando perfectamente claro que seguirá luchando por Cataluña y por la vida. Como un anuncio local de Coca-Cola.

En realidad, el Supremo le ha hecho un buen favor a Torra, con esta inevitable confirmación de la sentencia previa: le ha facilitado un escape no vergonzante del callejón sin salida en el que él mismo ha colocado al independentismo catalán. Porque resulta que el procés encalla en dos presidentes condenados y uno huido, viviendo de las rentas en su particular Waterloo, conspirando con Torra día tras día, pero sin atreverse ninguno de los dos a dar un paso definitivo: Puigdemont a volver, Torra a romper.

Ahora la sentencia le permite un respiro épico, el primero desde que su mentor declaró la independencia, la suspendió, la volvió a declarar y se fue a esconder en el Bravante valón su dignidad de comerciante arruinado. Torra no era un comerciante preocupado de perder clientela, como Puchi, más bien parecía justo lo contrario, un payés sanculot con traje cruzado, un revolucionario de boquilla y lazo amarillo en la solapa, decidido a pasar por ser el más radical entre los suyos, capaz de recurrir a un lenguaje racista, con el que arengaba la desobediencia de los jóvenes, un burgués de masía y torre, adomingado en terno de rayas, para vender Estat Catalá al precio de la mejor butifarra.

Torra repartía patentes de lealtad a la patria, o de traición a la causa como si fueran décimos de Lotería Valdés, la Bruixa d'Or, o el Gato Negro: porque él iba en serio, él no se iba a rendir ante nada, no huiría, él traería la independencia -la de verdad- o moriría en el intento cantando Els segadors como un mártir de la Renaixença.

Y ahora pagará su multita (pedirá las pelas para hacerlo, como un Más mas) y se irá a descansar año y medio a seguir repartiendo boletos entre aplausos y lágrimas, como haría un cobardica práctico. En fin: Torra, sale de escena como un medio hombre calculador y cuidadoso, otro que también hace mutis en el momento más difícil y deja a su país con el peor embolado de su historia en democracia. Antes de irse se ha despedido recordando a los que aún se creen su cuento, que Cataluña está enferma por la dominación española. Y pidiendo a los demás que hagan el trabajo que el no tuvo riñones para hacer: volver a las andadas, declarar de nuevo la revuelta y acabar dando con sus huesos de patriota en el mismo rincón nocturno de Lledoners donde otros esperan que les llegue -como un pago por justiprecio- el indulto sin arrepentimiento. La historia casi siempre es injusta. Y otras veces es cómica. La despedida del héroe de los lazos es un poco más de lo segundo.