No quiero broncas con nadie. Bastante sufro con las que tengo conmigo mismo. Pero, si están todo el día provocándote, al final saltas. Yo procuro saltar imaginariamente, en la cama, mientras espero al sueño como el que espera el autobús. Pienso, por ejemplo, en un político (o política, peste de genérico) que ha insultado a la inteligencia de los contribuyentes, y me enzarzo con él en una violentísima discusión. Las peleas imaginarias no hacen daño a nadie. Los crímenes imaginarios tampoco. Si quieres matar a alguien de forma fantástica, hazlo. La víctima ni se enterará. Este es uno de los aprendizajes fundamentales para la vida. De pequeño, deseé la muerte de un profesor que nos castigaba dándonos con la regla en la punta de los dedos (muy doloroso) y resulta que se murió. Pasé mucho tiempo sintiéndome culpable. Cada vez que sonaba el timbre de la puerta, me ponía pálido: daba por descontado que se trataba de la policía, que me había descubierto. Mi madre me preguntaba todo el rato qué rayos me pasaba, pero jamás confesé, pese a que me torturó con interrogatorios habilísimos. No quería terminar en la cárcel. Este ha sido uno de los pocos objetivos claros que he tenido en mi vida: el de no acabar en la cárcel.

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