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En el ayuntamiento de Praga se erige una escultura majestuosa que representa a Judá León, el gran rabino que, en el sigo XVI, dio vida al Golem a partir de la piedra y el uso de rituales específicos. El Golem es un tema recurrente que comienza en la Biblia con la construcción de Adán a partir del barro, y pasa por las creencias de los alquimistas en el homúnculo primigenio, hasta alcanzar a la criatura de Mary Shelley o el Pinocho de Carlo Collodi. Si en el caso del italiano el muñeco de madera acaba convirtiéndose en un niño tras superar las adversidades que se encuentra en el camino, la invención de la escritora inglesa, producto de cierta tecnología y del uso heterodoxo de la materia biológica, tiene un acabado defectuoso y es incapaz de comunicarse oralmente. La palabra también falta en el Golem de Judá León, que acaba por quitarle la chispa animadora ante la imposibilidad de controlar su conducta. Si Dios lo había hecho de barro, que era lo más apropiado que tenia a mano después de haber creado el mundo, era inevitable que el rabino partiese del mismo material y utilizase el verbo como vitalizador. Más sutiles parecen las aproximaciones metodológicas de Paracelso, pues los alquimistas usaban una gran variedad de procedimientos, como mezclar piel y cabellos humanos con ciertos elementos químicos, replantar adecuadamente raíces de mandrágora -una planta que crecía con facilidad en un suelo abonado con el semen que soltaban los ahorcados durante los últimos estertores-, o inyectar directamente esperma humano en huevos de gallina negra, sellarlos con pergamino virgen y enterrarlos en estiércol durante el mes de marzo. Con una abundante colección de referencias literarias, después del Frankenstein de Shelley, el Golem más sugestivo es el recreado por Gustav Meyrink en la novela del mismo nombre, y por las imágenes mudas filmadas por Paul Wegener a principios del siglo XX, en una de las cimas del expresionismo alemán. Pero la visión más lírica de la criatura es la de Borges, que en dos poemas -El Golem y Ajedrez- usa su metáfora para asomarse al misterio de la creación, mezclando en su alambique al rabino, a Dios, al poeta y a la poesía. Las palabras como los elementos del edificio. El verbo como inductor de vida. El afán por conocer el origen y los arcanos que lo desenvuelven. Algo así como el orden implicado de David Bohm. En la reciente concesión de un premio de poesía a un poeta de las redes sociales, se ha abierto un debate sobre si los bots podrían acabar siendo los autores, una vez que los creadores originales les insertaran las instrucciones adecuadas. Al fin y al cabo, todo está hecho del mismo material con que se hacen los sueños. En tiempos convulsos pueden pasar cosas así, y en casa hemos adoptado un carrito de la compra al que hemos puesto de nombre Lucas. Aún se mueve con cierta torpeza, pero no cabe duda de que está haciendo progresos.