Somos la suma de los rostros que nos han mirado a lo largo del tiempo, y poco más. El sustrato biológico y la carga genética suman lo que suman. La mayor parte de cuanto somos nos ha sido dada por otros a lo largo de esa acumulación de encuentros y relaciones que han ido definiendo nuestra personalidad. Y antes de poder comunicarnos con la riqueza de las palabras, fueron rostros de otros los que contemplamos apoyando la necesidad de apego inicial. Rostros que miramos buscando su aprobación o su reconocimiento. Rostros adolescentes anhelados en amistades sinceras. Otros, con sus rostros, que nos han ido mirando y concediendo identificarnos a nosotros mismos con lo que somos.

Por eso es por lo que considero que siempre será mejor una conversación mediada por una pantalla que nos posibilita ver el rostro del otro, que una conversación presencial limitada por una mascarilla. Y aunque los ojos sean el espejo del alma, el rostro es un todo no verbal sin el que es bastante difícil mantener una comunicación real.

Antonio Machado, en un alarde de fenomenología poética, describía la adquisición de la virilidad solo ante el reverente rostro de una mujer que pronuncia nuestro nombre. Decía que "el hombre no es hombre, hasta que no encuentra su nombre, en labios de una mujer". No solo la virilidad, sino que incluso nuestra propia vocación necesita de otros rostros que nos definan nuestro presente y nuestras vías de desarrollo futuro. Son las relaciones con las personas, buenas relaciones o difíciles relaciones, las que nos dan acceso a conocernos a nosotros mismos. Nada puede ocupar el espacio reservado para un encuentro interpersonal. Y nacemos a la realidad ante la mirada de otros rostros que pronuncian nuestro nombre subrayando nuestra identidad.

La semana pasada, en esta sección de opinión, se firmaba un artículo que relataba la importancia de llamar por su nombre a las personas. Creo que es fundamental, pero no solo llamar a las personas por su nombre, sino mirar a las personas cuando hablamos con ellas. Mirar a los ojos a la otra persona cuando queramos decirle algo. Es el mayor acto de dignificación de un ser humano.

En Cáritas solemos decir que el principio rector de nuestra acción social está en poner a la persona en el centro. La persona concreta, con su nombre y biografía. No es un número en una estadística de ayuda, ni es un caso o una situación de exclusión. Es una persona concreta. Es una existencia valiosa que tiene rostro, que merece ser mirada a cara. No es un usuario, es un participante en el proceso social de desarrollo personal en el que todos estamos implicados. Y esto no es baladí. Es vital.

Los fallecidos durante esta pandemia en nuestro país no pueden ser solo un número controvertido y analizado según qué criterios hayan sido analizados en relación al coronavirus Covid-19. Son personas concretas que han fallecido teniendo nombre, biografía; rostros que fueron mirados y miraron a otras personas concretas. Son historias reales, no datos de un cuadrante de Excel.

Cuando Francisco nos invita a ayudar al pobre tocando su carne, a dar una limosna sin rehuir su mano, nos está indicando que no podemos perder la clave de relación personal que está detrás de toda relación, también la relación de ayuda. Un rostro con nombre, una biografía concreta, una vida cargada de historias que tiene un valor definitivo para quien logra hacer de la relación de ayuda un encuentro entre personas.

(*) Delegado de Cáritas diocesana de Tenerife