El mundo del que formamos parte, sus habitantes, su origen y futuro, la música que les inspira o los olores que les ponen rijosos constituyen objetos susceptibles de investigación, porque de todos es posible extraer información útil y porque en el curso del proceso se producirá su efecto más importante: el recorrido. La actividad investigadora, además, facilita la vertebración de las sociedades y el uso creativo de la diversidad. Probablemente porque la curiosidad que la empuja forma parte de un impulso presente en la naturaleza, desde la sospecha de la luz que permite a las sombras del abismo pugnar por su ascenso, hasta la vocación del cerebro humano por hacerse preguntas. La investigación, sin embargo, no puede realizarse al margen de la sociedad en la que se desenvuelve, la cual, a cualquier nivel, debe conocer inteligiblemente la actividad que se desarrolla, las variables cualitativas y cuantitativas que la definen, su situación respecto al universo, sus objetivos, el gasto que genera y los resultados que produce. Por otra parte, además del impacto de los aspectos poéticos del hallazgo, el desarrollo de la investigación científica induce la construcción de un conjunto de estructuras y funciones con un tremendo poder de transformación. El sistema científico, a través de efectos que se ejercen a largo plazo y fluyen con el tiempo, moldea el entorno social en que se desenvuelve y es un reflejo de este. Por eso, si no se le trata con cariño, pueden producirse dos derivas de consecuencias dramáticas: que la insuficiencia del sistema se constituya como un impedimento permanente para su evolución, y que sus estructuras se acomoden a una situación de debilidad, inútiles para responder a los retos que plantee la realidad, ya sean de largo recorrido como la agonía del medio ambiente, o de los que requieren respuestas urgentes como la actual crisis sanitaria, económica y social.

La puesta en marcha de un sistema descentralizado de gobierno, el Estado de las Autonomías, llevaba aparejada una amplia diversificación de los recursos, asumiendo las comunidades autónomas la gestión de aspectos cruciales, como la educación y la sanidad, ambas integrables en el concepto de salud pública. En el caso de la investigación, la respuesta de cada autonomía ha sido notablemente diferente en los diseños, las decisiones y el ritmo de aplicación. La insustancialidad y el vaporoso fundamento de la política canaria, junto a la dependencia de intereses sectoriales poco o nada integrables más allá del clientelismo, han hecho muy difícil la vertebración de una política científica que responda a sus necesidades. Necesidades no muy diferentes a las de otras regiones en el momento de partida, ya que todas sufrían deficiencias parecidas, tenían problemas de la misma categoría y precisaban similares estrategias de solución. Durante el proceso de construcción, en tres regiones españolas gobernaron mayoritariamente partidos nacionalistas -solos o acompañados-, pero mientras que en dos de ellas se aprovechó la oportunidad de salida para generar estructuras sólidas de investigación e innovación, estableciendo las condiciones apropiadas para el desarrollo de industrias basadas en el conocimiento, en Canarias la historia se ha manifestado como una tozuda reiteración en el fracaso. En la actualidad, el sistema canario de ciencia y tecnología es aún de una gran fragilidad, y en lugar de situarse en un marco flexible para el desarrollo y la aplicación del conocimiento se halla atrapado en una trama burocrática difícilmente transitable, debido a un conjunto de competencias enmarañadas y a la ausencia de una acción política continuada basada en las experiencias nacionales e internacionales de éxito.

La inversión en I+D no se refleja directamente en los resultados de la investigación, pero sus cifras globales están estrechamente relacionadas con la formación del personal investigador y la construcción de un escenario que permita el funcionamiento adecuado del sistema. Resulta ilustrativo comparar el porcentaje de inversión respecto al PIB de cada país europeo y de las diferentes comunidades autónomas españolas. Si en 2007 existía en España una importante distancia respecto a la media europea -siendo de 1,24 % del PIB en el primer caso y de 1,77 % en el segundo-, en 2018 la brecha era aún mayor, puesto que la media europea aumentó en un 19,8 % mientras que la española no se movió en el mismo período. Con un matiz relevante, ya que de 2007 a 2011, durante el gobierno de Zapatero, la inversión en España creció de 1,24 a 1,33 % del PIB (+ 7,26 %), mientras que desde 2011 a 2018, con Rajoy al volante, descendió de 1,33 a 1,24 % (- 6,77 %). Números que hacen más ridícula la campaña del actual presidente del Partido Popular visitando laboratorios con mascarilla y bata blanca, contemplando asombrado cómo gira la bolita del agitador magnético, o acusando al gobierno de basarse en la información que le daban los científicos para orientar las acciones en una situación hasta entonces desconocida. Si la capacidad de un país para enfrentarse a retos y problemas imprevistos dependen de la implantación de recursos estructurales y humanos sólidos y con el potencial adecuado para actuar con inteligencia, la reducción de la inversión contribuyó en pocos años a un progresivo desmantelamiento del sistema español de ciencia y tecnología, al cual le va a costar alguna década recuperarse, mientras la distancia que le separa del resto de Europa sigue aumentando.

En lo que se refiere a Canarias, la evolución de la inversión en I+D solo puede calificarse de lamentable -aunque las causas no sean exclusivamente achacables a la administración regional, sino también al sector productivo-, puesto que su porcentaje respecto al PIB era del 0,64 % en 2007 y descendió al 0,46 % en 2018, para quedar solo por encima de Baleares (0,32 %), Ceuta (0,13 %) y Melilla (0.06 %) -las dos últimas sin actividad universitaria-. Es decir, que ni siquiera se ha mantenido inalterada durante los últimos 11 años, como en el caso de la media española, sino que se ha reducido en ese período un 28,1 %; lo que, si se compara con la tasa media de crecimiento en España, significa que su distancia ha aumentado al pasar de un 48,4 % inferior a la media nacional en 2007, a un 63,8 % por debajo en 2018. La rotundidad de los números puede explicar sin mucho esfuerzo que el sistema canario de investigación haya sufrido desnutrición durante casi toda su historia, habiéndose sustituido la puesta en marcha de iniciativas inteligentes y la toma de decisiones con potencial transformador por la utilización permanente de una terminología de salón en los discursos políticos, sin tener la menor idea de su significado. Algo así como hablar en prosa sin saberlo, mientras las decisiones sobre la escasez respondían más a criterios de cercanía política que a un análisis profundo de la situación.

Tres ejemplos sirven para ilustrar el cuadro. En primer lugar, el Instituto Tecnológico de Canarias fue creado hace más de 25 años con el propósito de apoyar la investigación, el desarrollo científico y la innovación regional. Sin haber despegado en todo ese tiempo, probablemente por falta de dirección y la geometría oscilatoria de cada gobierno - dependiente del mismo partido durante casi toda su historia-, sigue careciendo de objetivos definidos y es hoy una entidad resistente a la transformación. De hecho, en la única ocasión en que se encomendó su dirección a un investigador capacitado y dispuesto a tomar decisiones, una operación de acoso desde el propio gobierno que le había nombrado -en esa ocasión, el Partido Socialista de Canarias- consiguió devolverlo a la universidad sin haber podido aplicar una sola medida de cambio. En segundo, la Agencia Canaria de Investigación, Innovación y Sociedad de la Información (ACIISI) inició sus actividades hacia 2007, aunque fue creada formalmente en 2011, y es el órgano responsable de desarrollar la política científica regional. Aunque la mayor parte de la investigación que se realiza en Canarias ocurre en sus universidades, la ACIISI ha dependido siempre de la Consejería de Economía o de la de Industria, mientras que la Dirección General de Universidades lo ha hecho de la Consejería de Educación -y solo en las primeras legislaturas tuvo las competencias en política científica-, una solución a la que son muy aficionados los gobiernos autonómicos, y que no ha servido para diseñar una organización funcionalmente ágil ni efectiva en la consolidación del sistema, y ello a pesar de que durante la mayor parte de su existencia estuvo bajo la dirección de un investigador competente y con experiencia internacional. Una muestra de su irrelevancia actual es que en estos momentos ni siquiera dispone de director, ya que el puesto quedó vacante al pasar la consejera correspondiente a ocupar un ministerio en Madrid, sin que hasta el momento nadie haya detectado la necesidad de nombrar un sustituto. El tercer ejemplo, por estar directamente relacionado con la investigación biomédica, protagonista de las necesidades actuales, merece un análisis más detallado. La larga y fallida historia de la Fundación Canaria del Instituto de Investigación Sanitaria de Canarias -denominación cuyo creador merece un reconocimiento a la redundancia- tiene su origen en 2004, cuando el Ministerio de Sanidad y Consumo aprueba el Real Decreto sobre acreditación de institutos de investigación sanitaria, con objeto de crear entidades dedicadas a la investigación biomédica capaces de acelerar la transferencia de resultados a la sociedad y a los pacientes. Basados en una rigurosa evaluación de sus capacidades, de la calidad de sus grupos de investigación y de la existencia de un plan estratégico bien definido, estos centros debían consistir en la asociación entre una universidad pública y un hospital docente en forma de una estructura unitaria. Mientras que a lo largo de las dos últimas décadas se han acreditado unos 30 institutos repartidos por 8 comunidades autónomas, en Canarias jamás se ha pasado de la creación de órganos burocráticos como la fundación mencionada, en cuyos Estatutos -aprobados por el gobierno en 2018- se describe un patronato formado por 24 miembros, y cuyo diseño científico está formado por la agrupación de dos universidades, cuatro hospitales y dos gerencias de atención primaria, y con los diferentes investigadores separados por millas de océano. Muy distinto al modelo de un centro de investigación bien definido, resultado de la asociación entre un hospital y una universidad, grupos de investigación con reconocimiento internacional, y un plan estratégico orientado a la investigación básica y clínica de las enfermedades. Es decir, que se han necesitado más de 15 años para crear un órgano burocrático, inútil, inmanejable y sin presupuesto, lo que garantizará su inoperatividad y seguirá dificultando la investigación biomédica en Canarias e impidiendo su traslación eficaz a la sociedad, lo que resulta más dramático cuando se producen emergencias sanitarias como la actual.

Todo ello lleva a una conclusión que no debería precisar demasiados argumentos para ser compartida. La reducción de la inversión en I+D en España y en Canarias ha debilitado el sistema nacional y ha frenado el incipiente desarrollo del regional, tanto en lo que se refiere a sus infraestructuras como a sus recursos humanos, lo cual ha tenido consecuencias mucho más graves. En España, durante la crisis de 2008 el Partido Popular consiguió debilitar el parapeto reduciendo la inversión en I+D, mientras en Alemania un partido de ideología liberal la incrementaba casi un 30%. Hace unos días María Blasco, directora del Centro Nacional de Investigación Oncológica (CNIO) y una de las discípulas más destacadas de Margarita Salas, subrayaba la importancia de la "inversión continuada en investigación" y explicaba la capacidad de los centros bien dotados en recursos humanos e infraestructura científica para poner todos sus medios a la búsqueda de soluciones frente a un problema sanitario nuevo e imprevisto, gracias a un sistema de investigación básica potente. En solo unas semanas, hombres y mujeres del CNIO y del Centro de Biología Molecular (CBM) utilizaban el conocimiento acumulado sobre un enzima estudiado por Margarita Salas durante toda su vida en el desarrollo de un test efectivo para el diagnóstico de la Covid-19, que ya está funcionando en el laboratorio.

La pregunta que surge, aquí y ahora, ante la discusión de un plan de reconstrucción, es obvia: ¿se va a actuar igual que en la crisis anterior, como previsiblemente defenderán los gurús economicistas? Por lo que se desprende del borrador del Pacto para la reactivación social y económica de Canarias parece que sí, porque en el mismo no aparece una sola referencia a tomar iniciativa alguna para la protección de los proyectos de investigación en marcha, basados en la financiación obtenida de forma competitiva por los institutos y grupos de investigación de universidades y hospitales, ni de los programas orientados hacia la innovación y la transferencia -en algunos casos en colaboración con instituciones insulares-, ni el efecto de la interrupción de las actividades en los laboratorios sobre los investigadores e investigadoras en formación, y cuyos contratos requerirán una extensión que permita recuperar, al menos, parte del terreno perdido. Todo lo cual debería ser incluido en un paquete de medidas urgentes para limitar las consecuencias más inmediatas de la pandemia sobre la actividad investigadora. Sin embargo, con ser importante, eso no sería suficiente. Es precisamente ahora cuando el esfuerzo debe ser notablemente mayor, aprovechando la oportunidad de la crisis para revisar y reforzar el endeble sistema canario de ciencia y tecnología con una verdadera visión de futuro. El conocimiento científico y humanístico no es el incómodo parapeto que parece ofender al líder de la derecha española, sino el mejor instrumento para ser utilizado en la solución de los problemas que tenemos delante, lo que incluye el deterioro medioambiental, la invasión por patógenos desconocidos, la creación de empleo juvenil, la construcción de industrias innovadoras o la obligación de acoger a quienes, huyendo del hambre y la guerra, llaman a la puerta. Porque ahora, con más urgencia que nunca, la investigación puede actuar como un mecanismo de "escucha poética de la naturaleza"1, como un proceso abierto, inteligente y productivo, con potencial para mejorar las condiciones de vida de la mayoría y luchar contra la desigualdad, en unas circunstancias en que lo necesitamos desesperadamente.

1 Véase: Ilya Prigogine e Isabelle Stengers, La nueva alianza - Metamorfosis de la ciencia. Alianza Universidad, Madrid, 1990.