"Aquí todo se magnifica". Tardé años en darme cuenta de que la frase -luego convertida en mantra- acuñada por algún participante del primer Gran Hermano, no se refería a la convivencia ni al encierro. Aquí quería decir, ni más ni menos, en este lugar donde estamos rodeados de cámaras.

Porque ese era el problema, la madre y matriz del asunto: el hecho de sentirse apuntado, observado y retratado por una cámara.

La fascinación de los focos. Más aún, la fascinación de ser el foco.

"La vida en directo", decían entonces.

Pero no, no es la vida lo que transcurre cuando alguien se pone delante de una cámara a pecho abierto. Es una versión sesgada, sobredimensionada, visceral, histriónica y desubicada de la vida, destinada, únicamente, a que, quienes lo contemplamos desde el otro lado, no despeguemos los ojos del aparato. Aunque luego juremos no haberlo visto.

En enero de 1993, por ejemplo, con 19 años, yo salía mucho y entraba tarde. Estudiaba y trabajaba, al tiempo. Y no recuerdo haber sido espectadora del infame programa que tan caro pagó Nieves Herrero, a pesar de que no fue la única periodista que se avino a participar en el macabro show.

Ahora, con la serie documental de Netflix sobre el llamado Caso Alcàsser, que me he acabado del tirón -abiertamente lo digo- me pregunto cómo es posible que se descendiera a tal nivel de indecencia.

Esta vez, a pesar de todo lo que me removía dentro, sí he visto el programa de la vergüenza desde el corazón del pueblo, aún conmocionado por el recentísimo hallazgo de los cadáveres de las niñas. La insistencia de la presentadora en hurgar en la herida sangrante, en preguntar detalles escabrosamente obscenos e innecesarios. Los micrófonos acercándose al público para arrancar peticiones de pena de muerte a compañeras de las chicas, de su misma edad. Esos pobres familiares llevados y traídos como zombis, moviéndose donde la cámara decía, cortes de publicidad incluidos. Ese padre totalmente mesiánico, creyéndose que la televisión lo investía del poder de resolver el crimen y vengarlo. Su absoluta espiral de locura, afán de protagonismo, exageración, su continua fabulación, su desesperación por no perder el estatus de víctima justiciera, de padre coraje, que era el único motivo por el que las cámaras lo mantenían con vida catódica. Los buitres que, sabiéndolo equivocado, alimentaban su vesania para sacar tajada. Los aplausos?

Esta televisión de hoy centrada en el reality no es mejor que aquella. Ni peor. Es, simplemente, su heredera. Ha hecho criba, quedándose con lo más rentable: la víscera.

Todo ello sustentado en lo único que se mantiene inalterable, es decir, el poder que tiene sobre nuestros comportamientos.

Saber que una cámara nos está apuntando y que un micrófono recoge lo que decimos lo cambia todo, seamos víctimas o verdugos. Todo lo distorsiona y lo pervierte.

Y, a este lado de la pantalla, nos crea un dilema difícil de resolver cuando, ni siquiera quienes lo criticamos somos capaces de sustraernos a ello.

El otro día, en directísimo directo -da igual que no fuera así- escuché a Isabel Pantoja desde su isla desgranar el relato perfecto para su beatificación. Cómo narraba la historia de amor más bella jamás vivida. Cómo decía, resignada, que aquello era tan perfecto que estaba predestinado a no durar. Fatum. Tragedia en estado puro. Redención de la heroína. Rehumanización de un icono caído en desgracia. Ave Fénix. Yocasta, Annabel Lee y todo el Romanticismo desfilando por la pantalla en bikini.

Y, sentados en sus casas, legiones de espectadores, con la emoción a flor de piel, dispuestos a perdonar a esa mujer siempre enamorada y avasallada por el destino -ya nunca más la presidiaria- que era lo único que las cámaras nos estaban mostrando.

Tremendo. Y fascinante. La vida en directo.