Desde las elecciones generales de 2015, Podemos pierde, en números redondos, un millón de votos en cada llamada a las urnas. Ocurrió en la repetición de los comicios en 2016, volvió a suceder el 28 de abril y sobrepasó ese listón en las autonómicas del domingo pasado. Iglesias va camino de la ruina política a lo grande, con el mejor estilo de los crápulas dilapidadores de fortunas que no eran suyas. El resultado actual es la consumación de todas las debilidades que Podemos puso de manifiesto antes de llegar a momento tan crítico: la endeblez organizativa, la falsa conjunción de lo diverso, la aparente implantación en el territorio con alianzas prendidas con alfileres y, por encima de todo ello, el hiperliderazgo que arruinaba su pretensión de partido de nuevo cuño. Todo eso es ya pasado irremediable. Ahora el núcleo de poder que le resta a Podemos, después de la merma brutal de los comicios últimos, consiste en los 42 diputados que resultan imprescindibles para que Sánchez siga en La Moncloa. Son tan necesarios como imprevisibles si el azucarillo de Iglesias sigue su proceso de disgregación, lo que intenta evitar con el aglutinante de tocar poder, aunque sea sólo un poco y sin cartera. Si los estrategas de Ciudadanos dejaran de mirar al 155, quizá cayeran en la cuenta de que la crisis que toca aprovechar ahora es la de Podemos, no la del PP, enfermo estabilizado en su gravedad, con las cuitas internas todavía abiertas, pero que el domingo encontró cierto alivio, menos del que dicen. Incluso aceptando que el objetivo de Rivera sea hacerse con la titularidad del centroderecha, hay que ser muy retorcido para pensar que tal cosa se pueda conseguir apuntalando el poder territorial de aquel a quien tratas de abatir. Hay otras contradicciones en la preferencia de socios que anticipa Ciudadanos, como que la necesaria regeneración con que justificó desplazar al PSOE del Gobierno andaluz, tras casi cuarenta años de monopolio, no resulte argumento extensivo a feudos populares como Castilla y León o la muy enturbiada Comunidad de Madrid. Y si hubiera disposición a repensar el camino, convendría que sopesaran la coherencia de combatir al independentismo sin hacer nada para impedir que uno de los suyos se convierta en alcalde de Barcelona, poltrona que es además un filón simbólico para quienes tanto partido le sacan a esas cosas. Ante todo ello queda la única pregunta de si la inteligencia política de cierta nueva clase dirigente es tan escasa como parece.