Ahí fuera hay un ejército, desarmado y derrotado, que se arrastra por el reloj de las horas como un mulo o un burro trillando los cereales en una era. Cada uno de los soldados que lo compone tiene su historia, única e irrepetible, pero a nadie le interesa y eso hace que se conviertan en innecesarios para otra batalla.

Los nazis marcaban a los prisioneros de los campos de concentración con el número de la muerte y así los desnaturalizaban, arrancándoles sus nombres y apellidos, la libertad, cualquier vínculo familiar y el derecho a soñar y respirar. Tarde o temprano, les llegaría la muerte, aunque tratasen de evitarla; sus ojos grandes, que se salían de las órbitas porque su carne se había consumido por el hambre, les conferían un aspecto macabro y solo aguardaban el momento justo para abrazarla. La angustia era de tal calibre que la palabra esperanza se mofaba de ellos. Así, sin nombres y sin caras reconocibles, convertidos en sombras y hacinados como si fuesen cerdos en un matadero antes de abrirlos en canal, afrontaron sus días, mientras que en otras partes del mundo, de ese al que una vez pertenecieron, familias enteras brindaban y comían alegremente, ajenas a lo que sucedía porque tampoco les importaba.

En esta sociedad, consumida por el dinero y la avaricia, sigue aumentando la cantidad de mendigos que la conforman. No es que nunca hayan existido, sino que nosotros los hemos convertido en invisibles, gracias a la presencia de dos elementos claves: por un lado, los comedores sociales, que están en manos de organizaciones mayoritariamente religiosas, y que cuentan con colaboración laica, cumpliendo así una función de piedad para garantizarles un plato de comida caliente; por otro, los albergues, municipales o no, el último reducto para dormir bajo un techo prestado antes de que caiga la noche, sustituyendo a la fría e insegura calle donde las sombras están a merced de cualquiera.

Cuando España entró en la recesión económica de 2008, lo primero que hicimos fue quejarnos por las prácticas destructivas a las que nos habían llevado los políticos, basadas principalmente en la institucionalización de la corrupción. Nos miramos el ombligo, ya que en lo único que pensábamos era en mantener un nivel de ostentación que superaba nuestras posibilidades reales. En ese momento y anteriormente, los mendigos ya existían, pero no nos preocupamos por ellos porque considerábamos que, aunque abominables, eran residuales en un territorio desarrollado como este. Por eso, en 1996 se llevó a cabo la tan criticada decisión de ocultar temporalmente a todos los que se encontraban en los alrededores del casco de Córdoba para que se celebrase la boda entre el exministro Francisco Álvarez Casco y Gema Ruiz con el mayor decoro y glamour. Esta actitud demostró la fuerte división de clases, pero sobre todo la nula consideración hacia las personas, cuyas vidas no valen nada si no tienen dinero que ofrecer.

Pero como los mendigos siempre acaparan todo lo peor de este mundo, su espacio se vio sacudido por la llegada de otras personas, que descendieron a la escala más ínfima de esta sociedad piramidal: aquellas provenientes de la referida recesión, que en su momento hicieron de ese mismo dinero su religión y que, esclavizadas por hipotecas que no pudieron pagar y por deudas de todo tipo, se vieron abocadas a dormir al raso o al suicidio.

Mientras tanto, los mendigos de siempre, los camisas viejas de la pobreza, compartieron los recursos con ellos y escucharon sus tristes historias de cómo pasaron de tenerlo todo a entregar su libertad a los bancos. Ellos ya sabían lo que era sobrevivir a costa de las sobras y sus cajas fuertes eran las latas metálicas donde alguien depositaba unas monedas cuando pasaba a su lado por las calles, sin mirarlos a los ojos. Ahora, unos y otros comparten cajeros para dormir y esperazas que nunca llegarán. Los nazis marcaron a sus prisioneros; los bancos, a sus clientes; todos, a los mendigos.

*Licenciado en Geografía e Historia