Entrar en la historia es un consuelo ajeno, que halaga a los deudos y a los amigos; es algo tan sonoro e incompleto como la justicia poética. Debo esta sentencia a una personalidad relevante cuya memoria ilumina los días de quienes le conocimos -el etnógrafo palmero Pérez Vidal- y la recordé durante el duelo televisado de un hombre que usó su envidiable inteligencia y su honradez sin mancha para servir a su país.

Alfredo Pérez Rubalcaba (1951-2019) no gozó ni de un leve anticipo del reconocimiento y afecto que sus compatriotas -incluidos sus rudos y pertinaces adversarios- le dispensaron durante tres días de mayo, marcados por un ictus cerebral, un diagnóstico sin esperanza y unas exequias multitudinarias en el Congreso de los Diputados, donde demostró su brillante y eficaz oratoria y dónde fue despedido por las primeras instituciones del Estado y una multitud anónima que agradeció sus virtudes cívicas, su honradez y ética de estadista.

Atleta en sus años mozos, profesor de Química Orgánica, políglota, casado con una colega de la Complutense, militante socialista desde 1974, fue ministro con Felipe González y llevó las carteras de Educación e Interior y la Vicepresidencia del Gobierno con Rodríguez Zapatero; su actuación fue decisiva en el abandono de las armas y posterior desaparición de ETA; entonces la oposición y la izquierda radical le lanzaban a diario infamias e improperios. Perdió las generales de 2011 y fue elegido secretario general del PSOE; dimitió tras otro traspiés en las europeas y, en 2014, renunció al acta de diputado, rehusó ofertas del sector privado y volvió a su profesión docente.

Abandonó la actividad pública con un diagnóstico preciso de las tres crisis de España: la recesión económica, el secesionismo catalán y la pésima reputación del sistema de partidos. Ahora está en la historia, para mínimo consuelo de su viuda Pilar Goya y de sus familiares y amigos, y avalado por los elogios sinceros de sus oponentes -Mariano Rajoy lo llamó "adversario admirable"- y para nostalgia de quienes pensamos que, ante las mentiras, insultos y bravuconadas, son posibles otros modos para la política y que el verdadero patriotismo jamás se hizo con chulerías y exclusiones.