La novela Fetasa, que Isaac de Vega presentó en 1955 al Premio Viera y Clavijo, se publicaría en 1957. La obra se inicia presentando a un personaje, Ramón, solo frente a la inmensidad del mar, turbado; no recuerda las últimas horas y se siente extenuado. En realidad está muerto, pero se encuentra en un espacio y un tiempo indeterminados desde donde establece una singular relación de camaradería con los vivos.

Esta historia, en palabras de Julio Peñate, representa un viaje de búsqueda, superador del cerco de lo cotidiano (la isla, la aridez, la desolación), donde la muerte se antoja como algo natural: no es cese ni final, sino prolongación. Esta transgresión de los límites está cuajada de elementos extraños que pueblan el universo del protagonista en unos escenarios de incesantes transformaciones donde lo insólito de las situaciones lo conducen a la incertidumbre.

El nombre de Fetasa pasaría a designar una corriente narrativa, la de los fetasianos, caracterizada por el aislamiento, la soledad, la interpretación del sí mismo en el mundo, grupo que además de Isaac de Vega incluía a Rafael Arozarena, Antonio Bermejo, Francisco Pimentel o José Antonio Padrón.

Este concepto e inaudita palabra, Fetasa, queda como definición ontológica de la condición del insular, conteniendo en su complejidad toda la cosmogonía que forja el carácter de esa patria metafísica habitable y habitada por ellos, un no-lugar que escribirían y reescribirían ya para siempre. 

Las referencias a lo gastronómico en esta obra realmente son bastante frugales, como la condición del protagonista. «El amo vertió leche de un cántaro en una escudilla de bordes estropeados y sucios, y en un plato, también en mal estado, un pez rojo remojado en un caldo blanquecino». Fue entonces cuando, sentados en sillas toscas, ambos «desayunaron en silencio». Ramón comió con apetito, una vez había alejado el «amago de repugnancia» que le provocó el momento.

En otro pasaje se describe cómo «bebieron de un vino rojo, ácido, contenido en cántaras de barro y, sin más palabras, se retiraron a descansar». El consumo de alcohol también aparece como un hábito que se practica en soledad: «Juan combatía la frialdad nocturna con unos tragos de aguardiente, que él mismo destilaba».

Diferente es la figura del protagonista, Ramón, cuando se dice de él que «siente un hambre dolorosa. Seguramente se está comiendo su propio estómago. También tiene sed».

De la descripción de un charco, cuando baja la marea, el autor señala la presencia de «un gran cangrejo rojo, enorme, del tamaño de un plato mediano». Y frente a él, a medio metro de distancia, «un pulpo corpulento, sumergido en el agua hasta la altura de los ojos, permanece inmóvil, con todos los brazos juntos formando columna sobre una piedra del fondo».

Otro de los momentos de la novela sitúa la narración en «el plácido atardecer», momento en el que «unos hombres toman bebidas en unas mesitas al aire libre, frente a un café, obstruyendo la circulación por la acera», lo que genera una airada disputa.

Isaac de Vega retrata así a Ramón en estado ebrio: «Allí, en la orilla del mar, se sumía en borracheras nocturnas. Borracheras melancólicas como las estrellas que le alumbraban, con los ojos casi semicerrados, sin ver nada, y sin cerrarlos del todo porque el Universo comenzaba a dar vueltas».

Por último, una imagen cargada de suciedad, miseria abandono. «¿Quién compraría en aquella tienda?», se pregunta el protagonista. «Sin embargo, puede comprarse. Los pasteles son independientes del conjunto, incluso de su propia suciedad. Su reserva nutricia, ¿qué tiene que ver con lo demás?». Un par de pasos más adelante encuentra otro escaparate. Más bien una habitación, igualmente con aire de abandono, y que pertenece a la misma pastelería. Y describe cómo «colgados del techo mediante garfios aparecen trozos de carne: una gran pierna de vaca; grandes regiones del cuerpo mostrando el veteado de su grasa, el rojo muerto de sus músculos, los huesos seccionados». Y en este desorden de cosas, por el suelo, «sacos conteniendo harina y azúcar, y cajas de cartón con ingredientes de repostería. Ello estaba demostrando al público: Nuestros pasteles están hechos con materias auténticas y de primera calidad».

Ese maestro alejado de los cenáculos

Nació en Granadilla, Tenerife, el 7 de noviembre del año 1920 y murió en Santa Cruz de Tenerife, el 3 de febrero de 2014. Hijo de maestros, su infancia y primeros estudios se desenvuelven en Igueste de Anaga, prosiguiendo por Santa Cruz de Tenerife y de ahí a La Laguna. Ingresa en la Escuela de Magisterio y realiza dos cursos de Ciencias en la Universidad de La Laguna. Llamado a filas en plena Guerra Civil, en el año 1938, no participó en combate, aunque posteriormente, tras finalizar la contienda, se mantuvo varios años en diferentes destinos militares. Isaac de Vega siempre se sintió atraído por los escritores de la generación del 98, como Pío Baroja, Azorín o aquel Unamuno que ve en lo intrahistórico la manifestación de lo inconsciente en el marco verificable de lo histórico. Se licencia en el año 1944 y a partir de entonces se incorpora como maestro nacional en varias escuelas de El Hierro, La Gomera y Tenerife. En 1950 publicó su primer cuento, El alma de las cosas y cinco años después comenzó a colaborar en el suplemento Gaceta semanal de las artes del periódico La Tarde. Es autor de una considerable y singular obra narrativa que alcanza los primeros años del siglo XXI y en la que figuran títulos como Antes de amanecer, Parhelios, Pulsatila, Tassili (1992, finalista del Premio Nadal), Carpanel o El cafetín. Entre sus libros de cuentos figuran Conjuro en Iguana, Siemprevivas o Cuatro relatos. Tan vasta producción literaria se recopiló en 2005 en sus Obras completas. En 1988 obtuvo el Premio Canarias de Literatura junto con Rafael Arozarena. En 2001 ingresó en la Academia Canaria de la Lengua con un discurso que versó sobre Literatura y vivencia, en el que expresó su convicción de que la experiencia literaria pertenece a un mundo confuso cuyos personajes no se atienen a los principios de la lógica.