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La mirada de lúculo

Un brindis por Magnum

Fernand Point sentó las bases para entender la restauración de una manera distinta a la que imponía hasta ese momento el universo Escoffier

Un brindis por Magnum

El padre de la cocina moderna francesa, y si quieren universal, abrazó el canon culinario, pero no se sintió esclavizado por él. A Point, que fue el artífice de la primera generación de chefs que se convirtieron en superestrellas, lo llamaban Magnum por su afición a las botellas grandes

Me he acordado estos días de Fernand Point, el cocinero más representativo de la primera mitad del siglo pasado y el gran precursor de la cocina moderna francesa. Si no me equivoco se cumplen noventa años desde que en 1933 la Guía Michelin concediese sus primeras tres estrellas, y Point estaba en esa promoción de chefs distinguidos con la máxima puntuación. Con solo 36 años regentaba el restaurante La Pyramide á Vienne, que su padre había adquirido en una localidad cercana a Lyon y que él convirtió hasta su muerte, en 1955, en uno de los grandes bastiones culinarios de Francia, templo del buen gusto y el refinamiento, además de germen de vanguardias.

El cocinero y filósofo Fernand Point era un hombre corpulento —medía alrededor de dos metros y llegó a pesar 150 kilos— al que le gustaba comer. Se dice que se levantaba temprano todos los días y antes que nada establecía el primer contacto con sus proveedores habituales. En su restaurante estaba prohibido reciclar las sobras del día anterior. Su regla era que el chef debe empezar cada mañana desde cero, sin nada en los fogones. «De eso trata la verdadera cocina», llegó a escribir. Luego se sentaba con su solitario desayuno/almuerzo, un refrigerio ligero, a veces dos o tres pollos asados, acompañados de una botella o dos de champán. En su 50 cumpleaños, el 25 de febrero de 1947, preparó una modesta cena para sus amigos y para él mismo: parfait de foie gras, paté caliente de becada, mousse de trucha del Ródano con salsa de cangrejos, cardos con trufa, ternera a la royale (relleno de jamón y trufas, adornado con crestas de gallo y más trufas), capón de Bresse trufado frío y glaseado con gelatina, queso de cabra Saint-Marcellin, dacquoise (tarta merengada), sorbete de limón y fruta fresca variada. Todo ello regado con Dom Pérignon, Château Grillet 1945 y Hospices de Beaune Cuvée Brunet 1937; por su afición a las botellas grandes a Point le llamaban Magnum.

Se portaba generosamente tanto consigo mismo como con los demás. En una era de chefs obsesivamente reservados, compartía sus conocimientos. Le encantaba servir raciones grandes a los clientes y recorría el comedor asegurándose de que todos estuvieran satisfechos. En eso, como en otras tantas cosas, creó un estilo. También se esforzó en que los jóvenes cocineros trabajasen codo a codo con sus colegas más experimentados. En su gran biblia de la cocina, Ma Gastronomie, publicado en 1969, 14 años después de su muerte, escribió que es deber de un buen chef transmitir a la siguiente generación todo lo que ha aprendido y experimentado.

Point, igualmente, podía ser generoso con aquellos que no trabajaban para él. Él mismo cuenta que un día se encontró con un joven forastero que contemplaba absorto la pirámide romana con más de dos mil años, orgullo de Vienne, y le preguntó por qué estaba allí. Este respondió que quería poder decirles a sus amigos que había visto la pirámide, refiriéndose al preciado monumento. Point, a su vez, le dijo: «No habrás estado en ella hasta que hayas cenado en La Pyramide», su restaurante en el otro extremo de la calle. Luego invitó al joven y le sirvió, gratis, un espectacular almuerzo.

Su restaurante La Pyramide, cerca de Lyon, ostentó las tres estrellas Michelin durante más tiempo, exceptuando los años de la Segunda Guerra Mundial, que cualquier otro. Point creó la restauración moderna tal como la conocemos hoy, trabajando tan estrechamente con los clientes como con los proveedores. Formó a la primera generación de chefs, que se convirtieron en superestrellas más allá de las sudorosas paredes de las grandes cocinas. Sin embargo, fuera de los círculos estrictamente profesionales, su nombre rara vez se menciona entre los clásicos del ayer con el mismo fervor que el de Escoffier, Bocuse o incluso Carème. Generalmente en los libros de cocina y de alimentos, aparece por pura incidencia cuando en ellos se cuenta una historia distinta a la suya.

Digo lo de cocinero y filósofo, porque a su manera filosofaba. «Una de las cosas más importantes que distingue al hombre de otros animales es que puede disfrutar bebiendo sin tener sed», escribió en Ma Gastronomie, que recogía las recetas y observaciones suyas más interesantes. «La gran cocina no debe esperar al comensal; es el comensal quien debe esperar a la gran cocina». Otra: «Si el divino creador se esforzó en darnos cosas deliciosas y exquisitas para comer, lo mínimo que podemos hacer es cocinarlas bien y servirlas con ceremonia». O esta que le honra: «En todos los oficios sin duda, pero ciertamente en la cocina, uno es estudiante toda la vida». El éxito —también escribió— consiste en la suma de muchas pequeñas cosas bien hechas.

Abrazó el canon culinario clásico francés, pero no vio ninguna razón para sentirse esclavizado por él. Si un chef ha de ser juzgado por quienes aprendieron de él, Point merece aún más laureles. Por su cocina pasaron figuras del futuro como François Bise, que ganaría tres estrellas en su Auberge de Père Bise en Talloires; además del legendario Paul Bocuse y varios colegas suyos fundadores de la innovadora Nouvelle Cuisine de la década de 1960, entre ellos Jean y Pierre Troisgros, Alain Chapel y Louis Outhier. Todos, en algún momento, admitieron haberse sentido inspirados y alentados por Point a pensar más allá del universo Escoffier, de las viejas costumbres y a adoptar ingredientes locales de temporada con un fervor casi religioso, algo que constituyó el principio fundamental del ideario de aquella nueva cocina. Brindemos por Magnum.

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