Para ser un hongo que vive enterrado, la trufa despierta pasiones, y no solo entre los jabalíes. Desde hace milenios ha cautivado los paladares humanos, y siempre envuelta en un halo de misterio y placer.

Los primeros en disfrutarla, según las fuentes, habrían sido los amoritas (pueblo semita fundador de la ciudad de Babilonia), en el 1750 antes de la Era (a.E). El historiador y geógrafo griego Herodoto de Halicarnaso también refiere que allá por el año 1000 (a.E), el faraón egipcio Ramsés II las solía ofrecer en sus banquetes, bien rebozadas en grasa o cocidas en papillote. En una de las pirámides que hizo construir figuran unos frescos que reproducen utensilios de cocina acompañados por lo que se concluye son trufas.

Los druidas celtas, en el siglo VI (a.E.), ya las incluían como ingrediente en aquellas marmitas donde elaboraban sus pócimas, fascinados por el hecho de que brotaran del interior de un círculo mágico de tierra quemada, entre las raíces de sus árboles sagrados, atribuyéndoles así poderes curativos y mágicos.

La civilización griega (siglo VI a.E) las elevó a la categoría de exquisitez, a placer hedonístico. Incluso se organizaban concursos de cocina con las trufas, a las que se denominaba ‘hijas del rayo’, porque este fenómeno natural solía anunciar la llegada de la estación otoñal y el inicio de su ciclo. Fue el filósofo Filoxeno de Leucas quien afirmó que su consumo era capaz de "despertar los juegos amatorios", de ahí su fama afrodisíaca y también su condición de bocado exclusivo, reservado para unas élites.

El Imperio romano, heredero y potenciador de la cultura clásica, continuó cultivando su sabor y sus poderes. Un escritor como Ovidio hablaba sobre el mito de que la humanidad habría nacido de hongos como las trufas y el naturalista Plinio El Viejo afirmaba que “entre todas las cosas maravillosas de la vida están aquellas que pueden brotar y vivir sin raíces".

Lo cierto es que con la caída del Imperio Romano, la trufa entró en decadencia. Aquella crisis tuvo una raíz religiosa. La Iglesia prohibió su uso y consumo al considerarla un elemento pagano por su relación con las encinas -junto a cuyos suelos se recolectaban-, los árboles donde los druidas practicaban sus rituales.

En la Edad Media fueron señaladas como una representación de lo demoníaco, el lado oscuro, por su extraña forma y su color negro, asociándose además a los bosques, lugares donde habitaban brujas y hechiceros. La decadencia impuesta por el dogma católico enterró a la trufa, si bien siempre han existido privilegios sociales, esa especie de gula por la cual en los banquetes de reyes y príncipes nunca dejaron de tener un asiento preferente.

Pero llegó la época del Renacimiento y con ella el de la trufa, proyectándose su aroma desde las cocinas de la realeza y democratizándose su consumo, impulsado por la aparición en la Edad Moderna de una nueva clase, la burguesía, que por mimetismo (y por buen gusto) la incorporó a sus mesas como signo de riqueza y poder. Pero la trufa seguía abierta al debate entre quienes la consideraban un desecho de la naturaleza, consecuencia de un fenómeno de pudrición, y aquellos que la elevaban a la categoría de delicatessen.

En este delicioso recorrido histórico, el punto cumbre de este hongo llegaría en el siglo XIX de la mano del gourmet francés Jean Anthelme Brillat-Svarin, quien la bautizó como "la joya de la cocina", al tiempo que el compositor Rossini, fanático de las trufas, decía de ellas que eran "el Mozart de los champiñones”. Su consumo comenzó a popularizarse entre la población francesa y lo hizo aún más, paradójicamente, cuando las plagas, entre ellas la filoxera, acabaron con los viñedos y los agricultores plantaron robles que con el paso de los años acabaron produciendo trufas y lanzaron la demanda.

Tras los periodos de austeridad y pobreza marcados por las dos guerras mundiales fue en la década de los 60 del pasado siglo cuando, con la puesta en práctica de los primeros estudios sobre inoculación de plantas, comenzaron a aparecer plantaciones de este precioso hongo. Primero en Francia y luego en otros países de Europa como Italia y España.

Poder de seducción

El director general de la Fundació Alicia (Alimentación, Toni Massanés, sostiene que si hay un producto que basa todo su poder de seducción en la fragancia, ese es la trufa. "¿Por qué consiguen atraernos de esta manera si casi no tienen valor calórico?". Al parecer, las trufas segregan androstenol, una substancia que actúa como feromona en mamíferos, sobre todo en cerdos y jabalíes. También en el sudor de la axila humana. "¿Será que el secreto de la trufa está en que más que alimentarnos, intenta seducirnos?", se pregunta Massanés.

Tagliatelle con salsa de queso y trufa El Dia

Perfume, sabor... Su riqueza reside en las características organolépticas. En general, la característica que mejor define a este alimento es la intensidad. Sus propiedades y la escasez hacen de ella una valiosa materia prima en las cocinas de todo el mundo. En la actualidad, los cocineros la han elevado al rango de producto gourmet por ser tan rara y especial.

Hay una enorme variedad de especies, se conocen cerca de un centenar, pero en líneas generales se pueden reducir a trufas negras de invierno (Tuber melanosporum), las más demandadas por su intensidad; la trufa blanca (Tuber magnatum), propia del verano, y la trufa de otoño (Tuber uncinatum), que se da entre el verano y el invierno. Respecto a esta trufa otoñal, de carne interior color canela, con un aroma mucho más suave que la reina, la negra, propia del invierno, el cocinero Danny Nielsen destaca la sutileza de la otoñal, más utilizada en combinación con pastas o risottos, además de quesos, en los que el aroma acompaña en lugar de protagonizar, como sí ocurre con la trufa negra, y que ha traído desde Italia y sirve en su restaurante Nielsen, en el Callejón del Combate de la capital santacrucera, para deleite propio y de su clientela.

Pepiro de bogavante con tres salsas y trufa El Dia

El perfume de la trufa de otoño evoca notas de boletus, avellanas, mantequilla y especias, lo que la convierte en un verdadero tesoro gastronómico. "Sus posibilidades son infinitas. Está tan rica que funciona con cualquier cosa, hasta en una rebanada de pan de cristal con un chorrito de aceite. En general va bien con el producto neutro, como la papa o el huevo”, afirma.

En la carta del restaurante Nielsen ya figuran bocados como los de pasta fresca, unos Tagliatelle con salsa de quesos curados y trufa rallada, que Tamara pone sobre la mesa con una sonrisa, composición que también se extenderá a tras pastas como linguini o garganelli; Crema de papa negra con huevo pochado y láminas de trufa de otoño, simple, sobre una base suave, o una p`ropuesta más informal, Pepito de bogavante (o también de atún Balffegó) con tres salsas y trufa. Es más, Danny hasta lo reivindica espolvoreado sobre un humilde huevo frito. Y no tiene duda: "A todo el mundo le gusta".

El aroma a trufa perfuma Nielsen.