Su padre, Miguel Monje, el menor de doce hermanos, quedó huérfano a los 7 años. A la edad de doce, una tía le compró un burro con el que aquel niño –hecho ya hombre por las circunstancias– se dedicó a cumplir recados, a traer y llevar cosas, desde leña del monte a papas y todo lo que se terciara. Con el tiempo, aquel trasiego se convirtió en la génesis de un negocio, una ferretería de pueblo donde, además de tornillos, tuercas o todo tipo de herramientas, también se almacenaban semillas y papas, guano, así como cemento, tierra y arena, materiales imprescindibles para la construcción de viviendas. No en vano, buena parte del casco de Santa Úrsula está levantado gracias a esa ferralla.

Con todo, la vinculación de la familia Monje con el vino es bastante más antigua y se remonta a nada menos que el año 1750 –ya se ha vendimiado desde entonces–. «En 1956, mi padre le compró parte de los terrenos a sus familiares», entre ellos dos fanegadas de viña a Juan Monje, «y allí, en La Hollera, levantó una bodega grande». 

Quien así lo cuenta es Felipe González Monje, que así era como lo presentaban en sus primeros cursos de cata, razón que lo obligó a prescindir en adelante de su primer apellido: «Por aquel entonces, a comienzos de los 80, era presidente del Gobierno mi tocayo socialista y, claro, las quedadas no paraban». Tanto fue así que a los dos meses decidió rebautizarse como Felipe Monje. Hasta la fecha.

Nacido en la Villa de Santa Úrsula en 1961, «año de buena cosecha», sostiene, creció y se ensoleró a la vera de un barranco, asilvestrado, en contacto estrecho con la medianía. Desde bien pequeño, cuando contaba 4 años, su padre tenía la «sana costumbre» de llevarlos a él y a su hermana a la finca de El Sauzal «todos los fines de semana de Dios». Con el paso del tiempo, Felipe entendió que para su progenitor esa era la mejor manera de «acercarnos al mundo del trabajo en el campo» y lo recuerda con cariño, al menos por aquellas jornadas donde se mesturaban «diversión y juegos al aire libre con revolcones por la tierra, pedradas, carreras al viento...».

Con 12 años, hecho ya un sangalote, los juegos se tornaron trabajo, y del duro, en la bodega. Aquello ya no resultaba tan divertido, menos aún cuando el agua procedía de un enganche a una tubería y había que alumbrarse por medio de camping gas. «Teníamos veintitantos medianeros», y en una finca como la de los Monje, el cultivo de la papa siempre estuvo asociado al del viñedo.

Felipe decidió dejar los estudios cuando con 18 años alcanzó la mayoría de edad. «Me cansé de esa enseñanza reglada; la odiaba profundamente, con toda mi alma. La cuestión era que no tenía paciencia para sentarme frente a los libros y poner codos, pero es que tampoco me gustaba lo que pretendían enseñarme. ¡Hasta sufría pesadillas con los exámenes!».

A su padre, aquella renuncia le encantó, «porque lo que en el fondo ansiaba era que trabajara en los viñedos» y para él se abría la posibilidad de aprender lo que quisiera, de forjar su espíritu autodidacta.

Durante el día despachaba en el mostrador de la ferretería y por las tardes trajinaba en la bodega, aunque siempre le quedaba el placer de dormir una buena cargasera bajo un árbol. «Los días se me hacían eternos esperando a la noche para irme de fogalera», admite, porque eso de dedicarse a la viticultura era algo que, por aquel entonces, no se había decantado en su ánimo.

De su progenitor recuerda que «cada 15 días montaba unos tenderetes de padre y muy señor mío en la finca. Era una persona muy desprendida y generosa». De hecho, hubo momentos en los que Felipe hasta llegó a pensar que, en el fondo, lo del vino no era un mal rollo pero, eso sí, a cambio de unas monedas, «nada de gratis».

Con 18 años realizó un viaje junto a su padre y otros viticultores a Galicia y Portugal, y a la vuelta asistió a un curso impartido por Mariano López Arias y Rafael Armas Benítez, agentes entonces del Servicio de Extensión Agraria, coautores del trabajo Manual práctico de la elaboración del vino en Canarias. Aquello representó un punto de inflexión para la viticultura de la Isla; se estaban poniendo las bases del cambio, de una nueva época, y Felipe Monje era un protagonista directo: «Tuve la fortuna de vivir aquella experiencia y hacerlo además en primera persona». 

Entre cargasera y cargasera de vino padre, y antes de terminar el servicio militar, se casó con Lola. Corría el año 1983 y se inscribió en un curso que se impartió en el Colegio Oficial de Químicos de Santa Cruz de Tenerife, una semana intensiva en la que descubrió que más allá del viñedo sucedían cosas, que todo no era vendimiar, pisar la uva o trasegar y que existían otros procesos resultantes que tenían que ver con la aplicación de ciencias tales como la química, la biología, la física, la zoología...

Aquello significó un antes y un después en lo personal y lo profesional. Empezó a leer libros, revistas, a empaparse de enología. «Mi padre estaba suscrito a Semana Vitivinícola, que contenía artículos, referencias de materiales, etc.». Y así fue como, ni corto ni perezoso, Felipe montó un laboratorio en la bodega, a escondidas –que aún hoy pervive–, donde se dedicó a investigar. «Mi arranque fue un blanco, de nombre Drago, el primer afrutado de Tenerife, aromático». Para evitar que se oxidara ideó un sistema de duchas que vertía agua helada sobre unas damajuanas y así mantener la temperatura. Hasta el propio Arquímedes se habría sorprendido. «Mi padre decía entre dientes que aquello era agüita, pero cuando los amigos lo probaron y le dieron su visto bueno, ya empezó a mirarme de lado».

Lo había cautivado la pasión y en 1985 se hizo con el control definitivo de la bodega. Un año más tarde alumbró el primer rosado de la comarca; en 1991 el primer maceración carbónica de Canarias y en 1993 un crianza, además de los vinagres macho. Los viejos toneles de roble se mantenían en pie, orgullosos, frente a los nuevos depósitos de acero, guardando con celo ediciones etiquetadas con la obra de artistas de prestigio como Óscar Domínguez o César Manrique.  

En 1992, Monje inaugura la sala de degustación, abriéndose a las catas personalizadas y las visitas guiadas de grupos, el primer brote del enoturismo. Aprovechando que su hermana es arquitecta, la vieja bodega se dota de nuevos y singulares espacios, y en 2008 se instala el restaurante, coincidiendo con la crisis. Pero no era cuestión de lamentarse y en 2010 se inicia Wine&Sex, atrevido espectáculo nocturno marcado por un ambiente pasional y erótico bajo la cata de vinos, al que se ha sumado la Ley Seca Gastroteatro, inspirado en los famosos clubes clandestinos de Estados Unidos.

Paralelamente, Felipe crea un avatar para redes sociales, el Páter, representado por un anciano monje de nariz colorada por los efectos de tanto vino. ¡Hip!, conocedor de la importancia del mundo digital. Pero sin olvidar los talleres de mojos, sus brunchs, los picnics... 

Por sus venas corre un alto porcentaje de Listán negro –o eso dicen–, herencia y poso de cepas antiguas. Felipe Monje es, sobre todo, un tipo de pie franco; nada de su condición humana es injertado. Ni siquiera el pelo.