Su abuela María se vio obligada a embarcar a su padre y a su tío rumbo al exilio, jóvenes portuenses opositores al régimen franquista y cuyas vidas corrían por entonces serio peligro. Lo cierto es que seis meses después de aquella huida nada se sabía de ellos, hasta que un buen día se despejó la incertidumbre: habían arribado a Venezuela. «Cuatro años más tarde –ya asentado en la Octava Isla–, mi padre se casó por poderes con mi madre, su amor de toda la vida, y al poco tiempo ella también se exilió a Venezuela, donde nací yo».

Dolores García Martín permaneció en el país americano hasta la edad de 10 años y, a día de hoy, recuerda con pelos y señales aquel momento preciso del retorno familiar a Tenerife: «Fue un 12 de abril de 1972. Pese al tiempo pasado tengo muy vivos los momentos en aquel barco, los olores...». De natural siempre desinquieto y golifiona, la Lola se colaba por todos sitios, arriba y abajo, fraternizando con la oficialidad y la marinería; «hasta comía en la mesa del capitán», dice.

Una vez en suelo insular, la familia se asentó en el Puerto de la Cruz donde el padre de Dolores era propietario de una finca de plátanos, situada en la zona de La Vera, aunque también por la rama materna su ADN rezuma aires de campo: su abuela Lola Abrante, natural de Garafía, fue una gran cocinera que hasta regentó una casa de comidas especializada en pescado salado y su abuelo Fernando –excelente timplista–trabajaba de medianero. Allí se crió y creció, abierta al campo, midiendo el tiempo por la siembra y la recogida de las papas, llamando por su nombre a las vacas y los bueyes, correteando como loca detrás de las gallinas... 

En este punto su memoria viaja a Garafía, a los aromas y sabores que destilaban los potajes que su abuela Lola cocinaba pacientemente al fuego, también las garbanzas, los guisos de cuchara... y que le daba a probar a aquella irrefrenable pizpireta. «Quien hace un plato con más de cuatro ingredientes es que no sabe cocinar», comenta que sentenciaba su abuela, «una máxima que hoy en día sostienen los chefs con estrella Michelin», subraya.

En La Palma, Dolores ya había establecido cierto contacto con el vino, «no en el plano de una bodega, pero sí en las cuevas donde se guardaban los garrafones, sacos de papas...», aunque confiesa que su relación con ese mundo nació desde el vinagre: «De pequeña me encontraban en esas cuevas comiendo papas crudas y bebiendo vinagre», y suelta una carcajada. «El vinito, la verdad, por entonces no me hacía mucha gracia».

Y guarda muy adentro la primera vez que su padre la llevó de la mano a lo que ella bautizó como el banco de los sabios, una reunión de mayores. Desde entonces, aquella niña se fue empapando de historias de trabajo, sabiduría popular, de vida... «Todo un regalo».

Cuando le llegó el momento de decidir qué estudiar, lo suyo fue un rebumbio. «La verdad es que estuve tocando muchos palos; empecé a cursar Bellas Artes, después probé con Enfermería... Pero aquello no estaba hecho para mí». En esa encrucijada se decidió por el diseño de interiores, enfocándose hacia la restauración de casas canarias antiguas. Y sería en una discoteca –pantalones de campana y pelos largos– donde aquella adolescente conoció a un atractivo y simpático joven que la deslumbró, Felipe Monje, «un mago de Santa Úrsula», recuerda entre risas. Entroncaba con una familia de bodegueros cuyas raíces se remontan a 1750 y se enfrentaba también al tradicional mundo del vino, cargado de tabúes y prejuicios, donde la presencia y el protagonismo de la mujer era un anatema. Dolores no se arredró; seguía con la decoración de interiores mientras tenía vedada la entrada en la bodega, pero guardaba un as en la manga: la cocina. 

Ya casados, y con Bibiana en camino, Dolores lo tuvo claro: «o me uno a este mundo del vino o vivimos separados». A partir de ahí cursa un Master en Enología en la Universidad de La Laguna y se involucra en el renglón de la viticultura, impulsando prácticas de enoturismo y asociando la cocina con la bodega, o lo que es lo mismo, el vino con el enyesque

Con todo, en la década de los 80 y hasta comienzos de los 90 abrió Asocados, en la Cuesta de la Villa, donde ayudada por su abuela preparaba, entre otros platos, casquería: asaduras, hígados de pollo, mollejas... Aquel torbellino de mujer no paraba ni para respirar y se lanzó a cursar estudios superiores de cocina en el Hotel Escuela, también cocina internacional, viaja a Francia para investigar el tema de la sal, recorre Sudamérica siguiendo el rastro de la papa... hasta que decide crear su propia marca, La Cocina de Dolores, desde un concepto de mimo al producto superardor de los límites de un espacio físico para convertirse en la base de un ideario.

La pedagogía alimentaria, enseñar y educar en qué se debe comer y cómo, se convierte en su nuevo desafío, completado desde lo nutricional hasta lo psicológico. «Las dietas son un martirio», sentencia de manera categórica; «no hay quien soporte comer durante tres meses sin el mínimo sabor; te aburres y como resultado, el rebote, y de nuevo el sobrepeso». Dolores afirma que «la mayoría de la gente de la restauración comemos muy mal», a destiempo, picoteando, y ella lo vivió en propias carnes. 

En su reivindicación de una cocina sana y equilibrada pone los ejemplos de unas garbanzas compuestas, también de un puchero, un plato con el que su madre completaba un excelente menú: de entrante, cebolla fresca cortadita con habichuelas, además del escaldón de gofio; de primero un buen caldo con sus garbanzos; las carnes a continuación, acompañadas de verduras, y por último, a manera de postre, la pera, cortada a la mitad con un punto de miel.

Con ocasión de un acto, el compañero y periodista Fran Belín acuñó para ella el término de dama activista de la gastronomía canaria, que ya desde entonces la ha acompañado, y con justicia, allá por donde va. A propósito, Dolores considera que una de sus grandes virtudes ha sido desquitarse todo tipo de complejos, desterrar la vergüenza, para defender como un principio irrenunciable la calidad de los productos canarios. «Creo en ellos porque valoro sus propiedades y posibilidades, más allá del componente afectivo».

Y cuando habla de alimentación, de tradición, se refiere también a la cocina curativa. «esas típicas agüitas hervidas de las abuelas y las madres, que lamentablemente se están perdiendo, y que eran remedios para tantos males... incluso para los de amores».