El azar me trae la nueva de que Jesús Ortiz eligió el mes de marzo y la lorquiana tristeza antigua de Granada, su último refugio, para escapar furtivamente para siempre. n silencio.

Como la vorágine de este tiempo de ahora arrumba de manera inmisericorde a cuantos abandonan o se alejan del escalón resbaladizo de la actualidad, es seguro que a más de uno en Tenerife, en las Islas, apenas les diga hoy el nombre de Jesús Ortiz. Y sin embargo, como apuntó en su momento Fernando Delgado, no se podrá prescindir de este pintor a la hora de acercarse al panorama pictórico de Canarias de las últimas cuatro fecundas décadas del pasado siglo XX.

Jesús Ortiz (Vélez Blanco, Almería, 1922- Granada, 2013) llegó a Tenerife en 1961, justo en el momento en que estaba a punto de eclosión el movimiento artístico que puso patas arriba el sesteante arte tan caro a las estéticas amamantadas por la concepción franquista de la vida y de la muerte, de todo. Venía con su flamante título de catedrático de Dibujo del Instituto de nseñanza Media de la capital tinerfeña, su primer destino en la carrera docente que iniciaba.

Acaso por la conjunción de su raíz andaluza y su formación catalana, sus planteamientos artísticos y pedagógicos en el aula no tardaron en tener eco fuera de ellas, por sorprendentes o innovadores más de uno. Y la conversación sosegada, lo mismo con alumnos que con compañeros de claustro, evidenciaron muy pronto la calidad de su manera de ser y su sensibilidad artística, justa amalgama de rigor y de libertad.

n La Laguna se refugió con su mujer y sus hijos e instaló el taller de trabajo. ran los ámbitos en los que mejor se reconocía, y con los artistas jóvenes que no tardaron en arracimársele y con los que compartió palabra, pinceles, correrías por la geografía insular, mientras buscaba desatar el nudo recóndito de la isla y del ser isleño, muy lejos, eso sí, de cualquier tentación costumbrista, sin un solo tópico típico, empeñado en atrapar los signos misteriosos de la luz y las sombras transfigurando la cresta de los volcanes, la cal blanquísima de los muros rugosos como un símbolo, la hondura de las miradas, la soledad; subyugado en definitiva por los caracteres mágicos del paisaje y del paisanaje.

Ortiz abarcó con innegable dominio todos los registros del arte de pintar, desde las aguadas a los aceites, desde el dibujo al grabado, y una técnica que le era singularmente grata, de la que dejó piezas maestras: la monotipia. Fue proverbial en él, junto al rigor conceptual, el conocimiento profundo de las técnicas, enriquecidas sin descanso por un afán sostenido de indagación, de investigación, tanto en el tratamiento del soporte -recuérdense sus tinerfeños grabados últimos en relieve- como de la materia cromática. De ahí su forma tan personal de trasvasar al lienzo o al cartón sus visiones y sus obsesiones, su desazón de hombre hostigado por los desmanes de la civilización, la soledad y la masificación, el precipitado de sus ideas, de quien se sentía desconcertado o desamparado, inerme en medio de un mundo cada vez más ajeno.

Un día de 1978 decidió abandonar Tenerife, digamos que contrariando sus querencias, pero contrariado por estúpidos sarpullidos ideológicos que, como a otros, empezaron a repugnarle y doler. No entendía que le considerasen por la partida de nacimiento, a él que había interiorizado y hecho suyo lo mejor y más hondo del ser isleño. La perplejidad dio paso al temor y pronto a la necesidad de escapar del aullido. Se fue pero se llevó consigo, me consta, el fino aire lagunero, los sosegados paseos del atardecer por las calles tranquilas de la ciudad o por los caminos solitarios de la vega, las vivencias acumuladas, el álbum con incontables recuerdos. Le echó la llave de la melancolía al taller semiescondido de Heraclio Sánchez. Apenas se despidió, acaso porque pensaba regresar. Y es verdad que lo hizo más de una vez. Pero ya nada seguía siendo igual. Lo único que mantuvo invariable en la distancia fue su sentido de la amistad y del compañerismo, pero como las palmeras.

Fuimos amigos y tuve la fortuna y la responsabilidad de comisariar su última exposición en Tenerife, la de su ingreso en la Real Academia Canaria de Bellas Artes, en 1992. Contaba entonces Jesús Ortiz setenta años. Aquella amplia y espléndida muestra antológica de su arte dejó al descubierto una realidad que ahora podemos subrayar: Ortiz se hizo plenamente pintor y maduró en estas latitudes insulares, aquí aguzó su alma de artista y creó y dejó lo mejor de su arte y de su condición humana.

Comentando con un amigo común lo que supusieron los diecisiete años tinerfeños de vida y de creación artística de Jesús Ortiz, coincidimos en que valdría la pena promover una muestra de su obra, que en Tenerife no escasea, como forma de recuperarlo y regresarlo a la memoria colectiva de nuestro pueblo y de nuestro arte. Porque Jesús Ortiz fue uno de esos hombres que de rato en rato suelen llegar como de puntillas a las Islas, empujados por muy diferentes circunstancias, con su carga de saberes y de rebeldías, y las oxigenan, sacudiendo soñarreras cotidianas, abriendo puertas a corrientes de renovación, enseñando a mirar de otra forma; ese humano alisio cultural que ha contribuido a ir configurando en el tiempo nuestra peculiaridad. Como Walter Meig, como Miró Mainou, como Vicki Penfold, como tantos más.