Hay quienes consideran, y sin duda con razones de peso, que dedicar recursos para paliar la pobreza a base de paños calientes es un sistema que no funciona. Son muchos los que se amparan en el viejo proverbio chino, que asegura que darle un pez a un hombre le ayudará a comer un día, pero enseñarle a pescar le permitirá alimentarse toda la vida.

Sin duda, no puede resolverse la pobreza con caridad o acciones coyunturales: es obvio que si se quieren resolver los problemas de fondo, hacen falta planes estructurales y de largo recorrido. Tienen razón quienes aseguran -desde el Gobierno y fuera de él- que la mejor inversión para acabar con la pobreza y la exclusión es la que contribuye a crear empleo cualificado y bien remunerado. Porque la pobreza se combate en el largo plazo con más formación y mejor empleo. Los mecanismos de que disponen las sociedades modernas para redistribuir riqueza son básicamente dos: los salarios y los impuestos. Con mejores salarios, mejoran las condiciones de vida y mejora el consumo y por tanto la actividad económica, en un ciclo que alienta la prosperidad. Y una política fiscal justa permite aliviar la pobreza mejorando infraestructuras que contribuyen a activar la economía, aportando recursos para compensar necesidades de quienes menos tienen y permitiendo dotar servicios imprescindibles para las familias que disponen de menos renta: sanidad, educación, asistencia social, dependencia? luchar contra la pobreza desde las administraciones públicas es ocuparse de que la sociedad funcione, se cree empleo, la economía prospere, la riqueza se reparta y los recursos se destinen a atender las necesidades de quienes peor están.

Eso no se logra con un plan integral dotado con 15 millones de euros, como ha presentado el Gobierno regional en su presupuesto de 2018, ni tampoco con uno dotado con 30 millones como propuso Nueva Canarias hace unos años. Ni siquiera con uno dotado con 300 o con mil millones. Para lo que sirve un plan integral contra la pobreza es para atender las necesidades más apremiantes de quienes se encuentran en el más absoluto abandono y la desesperación. Madres sin trabajo, ancianos desamparados, algunos con miserables pensiones no contributivas (o sin ellas), personas postradas por la enfermedad, niños que viven en familias desestructuradas y no reciben ni siquiera la alimentación mínima, personas que lo han perdido todo, incluso sus viviendas, y viven al borde de la absoluta marginalidad, alcohólicos y toxicómanos sin ayuda alguna, y miles de personas enfermas, sin familia, sin techo y sin ingresos. Esas son las caras de la otra pobreza, la que integran un ejército de personas que necesitan ayuda urgente y no pueden esperar a que la economía o la sociedad active mecanismos de recuperación global. Esas son las personas a las que hay que dedicar recursos específicos de carácter paliativo, y para las que la diferencia entre dotar con 15 o con 30 o con 50 millones un plan de choque sí es importante. Porque habrá más posibilidades de actuar.

A veces nos perdemos en lo global, y se nos olvida la importancia de ocuparnos de lo concreto, de lo menudo, de ese "pequeño" gran drama que es para una familia no poder pagar el alquiler de su vivienda. Para ese tipo de situaciones, es para lo que hay que levantar -y hacerlo ya- un plan de choque contra la pobreza en Canarias, capaz de resolver decenas de miles de ''pequeños'' grandes problemas. Ya se han destinado recursos a los planes de empleo, los planes de desarrollo y la formación. Con el PIB canario y la recaudación fiscal creciendo más rápido que en el resto de regiones, gastar una pequeña parte del mayor presupuesto de nuestra historia para atender los problemas de decenas de miles de personas con graves apuros es hoy algo más que una opción sobre la que discutir. Es una obligación moral. Y una decisión apremiante.