Dice Tom Wolfe que el último refugio de un columnista es hablar de la programación televisiva. No estoy de acuerdo con él: el verdadero último refugio de quienes nos dedicamos a esto es la necrológica, un género muy agradecido que consiste en escribir sobre personas que ya no pueden ni desmentir tus argumentos ni quejarse por lo que digas de ellas. Por eso hay tantos periodistas campando en la nota de condolencia y el panegírico apasionado. Hablar bien de alguien que se ha ido es en el fondo muy fácil. Quizá por eso procuré huir del género, pero -según pasan los años- cada vez me es más difícil. Porque ya no se mueren los otros: la primera señal es cuando muere un pariente cercano -tu padre, un hermano mayor- y descubres que has abandonado la confortable zona de distancia de la muerte que es la edad adulta, para entrar sin remedio en lo que a los que peinamos poco pelo y muchas canas nos gusta llamar madurez, y que otros más lúcidos -mi amigo Percival- prefieren calificar de ancianidad.

Es en esta etapa de la vida cuando empieza a morírsenos la gente conocida. A veces son también familia, o viejos amores, o amigos de verdad, a los que la lotería de la parca adelantó la fecha de partida: esas concretas muertes son balas que pasan a tu lado silbando y te perturban y te arrancan girones de ti mismo sin rozarte siquiera, mientras sientes que se va agostando el paisaje íntimo de tus afectos. Te consuelas rumiando que tu propio ser es inmune y escapará durante algunas décadas más a esos disparos sin rumbo. La vida tiene muchas distracciones para obviar el pensar que todo acaba alguna vez, y aquí el que no se consuela es porque no sabe cómo hacerlo...

Después están los muertos elegidos, que encienden con su partida señales menores de tu propia existencia. Celebras su muerte con un reconocimiento tibio y lejano de tu propia humanidad: suelen ser gente mayor que quizá no conociste muy bien, pero con la que te rozaste alguna vez, tropa de una senectud amable o quizá admirada que de alguna forma estuvo en tu propia vida sin llegar a tratar demasiado contigo: un escritor que te influyó, un líder en quien creíste, un profesor que te enseñó, la madre de un amigo que cuando eras niño hablaba contigo al traeros la merienda. Son muertos queridos de baja intensidad que también van amontonándose sobre las ruinas de la vida.

Y luego están los muertos que son carne de necrológica doliente, especialidad del oficio. Gente que nos cambió y también cambió a muchos más y cambió al mundo, gente públicamente honrada y oficialmente despedida, gente en cuyo camino nos cruzamos cuando aún éramos jóvenes y ellos ya eran sabios. Gente que nos hizo pensar, nos apretó en algún momento las clavijas del sentido común, del deber, el servicio público o la inteligencia, y mientras lo hacían dejaron un legado de comprensión, compromisos, entendimiento y cordura. Ambos, don Leoncio y don Antonio -a un lado y al otro de la frontera de una vida centenaria-, uno geógrafo, el otro historiador, son la cuota emocional de esos otros muertos queridos, nuestros idos ilustres, los hombres que hicieron de las tierras mapas, del pasado historia, de la verdad su apuesta y de esta región nuestra, el país y la patria para todos, con la que a veces soñamos.