Me acuerdo de haber oído el gemido seco de mis lágrimas llorando desconsoladas en el estreno de sus tiernas vidas; del momento en que mi sombra se decidió a tomarme de la mano y de cómo acariciándome suavemente, por fuera y por dentro, fue abriéndose paso hasta ir descubriendo uno a uno los secretos de tantos vacíos; de aquella vez que los de siempre nos dejaron los muertos amontonados en el mismo quicio de la puerta, sin nombres, todos en el puro hueso, con sus rostros grises de pena y una sonrisa amarga señalada entre los dientes; de los primeros sueños mojados, pudorosos y adolescentes, que se colaban por el desorden arrebujado de las sábanas para intentar ocultarse de la vergüenza. Y recuerdo, como si fuera hoy, el despertar de mis ojos al azul de la mar, entre los rumores de las olas batiendo limpias y claras en los costados de la brisa, adornadas con collares de caracolas y bailando de la mano al ritmo de sus acompasados movimientos de acordeón; y de la sal nadando jubilosa en mis labios, tan pizpireta ella, y de las horas quietas de resaca, embarcado en las ausencias, a la espera de una cita imposible con las sirenas, mientras me entretenía dibujando y borrando deseos en la arena con la punta de los pies. También recuerdo haber sentido con angustia ese miedo frío de la noche en guardia, con el alma en un hilo y la libertad en vela; y aquel tiempo de las sonrisas altas, cuando los minutos se alineaban en fila india en el patio del colegio y el universo era la redondez de un balón arrequintado, del número 5; y la memoria se me hunde en las manos limpias de mi abuela a media tarde, del sabor a cafileche y plátano escachado, de los besos de mi madre. Pero de ayer mismo nada quiero recordar, que prefiero refugiarme entre las letras para saberme entero y así poder nombrar las cosas antes de que la crisis me oscurezca.

*Redactor de El Día