A LOS HÉROES nunca se les ha permitido vestirse con ropajes humanos y, menos aún, actitudes cercanas a los sentimientos más cotidianos. Tal vez porque los mortales precisamos de su condición de semidioses para creernos que, al fin y al cabo, la perfección existe dentro de nuestra mortal condición. Nadie quiere que los héroes huelan a pescado frito, tengan barriga cervecera, compren en el supermercado de la esquina o lloren como niños antes las tristezas o alegrías que nos son propias a los que estamos en el otro plano, en ese contundente espacio abigarrado y en ocasiones deprimente que es la cotidianeidad. Nada de eso. Precisamente buscamos en el modelo que nos venden sus representantes mediáticos -no ellos, hay que decirlo- las claves de la valentía que nos falta, el arrojo que tienen ante las dificultades. Y esto, queramos o no, nos encadena a una concepción de la heroicidad lejana e inalcanzable, como un sueño al que nunca podríamos ni acercarnos. Los héroes son héroes porque son inaccesibles, a distancia del suelo que a diario pisamos los que batallamos por un empleo, una casa, una familia, un sueño...

Pero hay una clase nueva de elegidos tocada por los mimbres de la humildad, capaz de alterar los conceptos de exclusividad y rayar en lo humano y mortal. Entonces, el milagro se acerca, se hace palpable y húmedo, se aproxima a nuestra existencia y nos regala la ilusión de ser como ellos; máxime cuando alguno alaba a sus admiradores por pelear simplemente por seguir en la brecha diaria.

Casillas, el capitán de "La Roja", se vistió con el atuendo más sencillo tras la gesta y le dio un boquinazo histórico a Sara Carbonero, su novia, y rompió los esquemas de los estrechos mentales que sólo creen en Dios porque son incapaces de luchar en la Tierra por un mundo más justo y feliz.